Se aprecian en las grandes capitales del mundo, como homenaje a actos heroicos en batalla, o por su importancia histórica.
Ejemplos maravillosos hay muchos, como la del Duque de Wellington, que venció a Napoleón en Waterloo, en Londres; la de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid; la de Don Quijote y Sancho Panza en la Plaza España.
Como dato curioso, una vez me explicaron que las estatuas ecuestres tienen un significado.
Si el caballo tiene ambas patas levantadas significa que el héroe murió en batalla. Si solo una de las patas delanteras está en alto, el fallecimiento se atribuye a heridas de guerra; y si las cuatro patas están en el suelo, se interpreta como muerte natural.
Interesante, pero claro, no todas las estatuas se crearon siguiendo ese criterio.
Más allá de estos mitos, estas líneas están inspiradas en otras personas, quizás menos importantes, pero que merecerían, por sus actos de nobleza, de bondad, de generosidad con el prójimo, una estatua, no solo ecuestre, sino de oro.
En mi vida soy testigo de algunas.
Madres abnegadas y entregadas a sus pequeños hijos.
Abuelas incondicionales (quisiera contarme entre ellas, pero no por la estatua)
Familiares y amigos “todo terreno”, en las buenas y en las malas.
El mundo entero debería estar lleno de estatuas para esos héroes anónimos. Los que están allí, ayudando a los demás y encima lidiando la batalla de sus día a día.
Tengo un buen amigo que me acompaña en mis horas difíciles, me cambia los bombillos de la casa, me poda las matas del jardín, me lleva de paseo.
Una vez le dije que le iba a hacer una estatua ecuestre.
Su respuesta no concordó con ninguno de los códigos escultóricos mencionados anteriormente, me dijo:
– Bueno, pero por favor que sea con el caballo echado.
Se me olvidaba lo más importante, me hace reír.