Regresando a Caracas de un viaje de trabajo, tome un taxi y al apenas subir, me percaté de un banderín del equipo de béisbol mas popular de Venezuela, mi pasión, los Navegantes del Magallanes.
Ello sirvió de excusa para iniciar la plática con el chofer, quien resultó para mi sorpresa, un portugués, madeirense, como la mayoría de la numerosa inmigración portuguesa, que llegó al país a mediados del siglo pasado.
Desde temprano en la vida, me acostumbré a la presencia de lusitanos en mi entorno, tan populares y omnipresentes, formando parte de nuestro paisaje poblacional, especialmente en el ramo del comercio, el portugués del abasto, de la panadería, del mercado de hortalizas, de la arepera o el bar de la esquina.
Asimismo, los afiches que mostraban a Eusebio y a los equipos de Madeira, siempre fútbol. De allí, mi extrañeza, ya que béisbol y Portugal, es una combinación imposible y mucho más, en el Caribe.
El equipo Magallanes se inició en Caracas, pero en algún momento estuvo también radicada la franquicia en el Oriente del país y actualmente, en Valencia, en el centro, por lo cual su fanaticada esta compuesta por sufridos y fervientes incondicionales provenientes de todos los rincones de la geografía nacional. El Magallanes y el Caracas, coprotagonizan año tras año, el clásico duelo por excelencia del béisbol venezolano. Pero confieso que contar con al menos un portugués en este conglomerado nacional de magallaneros, era por decir lo menos, excepcional.
La respuesta a mi curiosidad es un ejemplo de lo que la colonia lusitana ha representado para Venezuela. Al llegar a la costa venezolana por el puerto de La Guaira, mi taxista, buscando referentes de donde anclarse, se enteró de que había un equipo de algo llamado “béisbol”, el deporte más popular en el país y materia ignota para el recién desembarcado, los Navegantes del Magallanes, cuyo nombre rendía honor al insigne navegante portugués Fernando de Magallanes.
Así que, a falta de otro mejor, optó por amarrarse al mástil de la divisa magallanera, como quien se aferra a una tabla flotante para no naufragar en las aguas del destierro.
Medio siglo después, seguramente mi taxista seguirá exhibiendo en el retrovisor de su auto la insignia magallanera, tendrá hijos y nietos venezolanos, habrá crecido su amor por esta nueva tierra, que le acogió con los brazos abiertos, en franca competencia con su añoranza por su remota isla natal y seguramente también, seguirá sin saber nada de béisbol.