
Crepúsculo, 1922
Hace poco, mientras leíamos unos versos de Bolaño, un amigo bogotano me susurró al oído:
—Yo conocí a ese man.
Según me contó, fue durante su paso por Caracas en ocasión de la entrega del premio Rómulo Gallegos. Bolaño le hizo saber que siempre tuvo un sueño: robar un banco junto a una banda de poetas; sin embargo, el chileno se fue de este mundo sin poder hacerlo realidad.
—Pues yo sí pude hacerlo —confesé.
—¿Me tomas el pelo?
—Fue hace mucho, en el siglo pasado, por aquel entonces yo era un muchacho que escribía sonetos. En eso andaba cuando conocí al poeta J. Vallejo, un universitario quien ofreció enseñarme los secretos de la poesía. Así, de un día para otro, acabé formando parte de un grupo de poetas donde destacaban Bruñido y Miyagui. Además de J. Vallejo, el grupo lo completaba un joven robusto conocido como J. Pitol, cuyo sueño era tener su propia editorial.
Una tarde arribé con retraso a la tertulia. Error bestial, porque cuando llegué, Miyagui expresó:
—Entonces, ¿nos la jugamos?
—¡Nos la jugamos! —gritaron los demás al unísono.
No supe de qué rayos hablaron hasta el día cuando había que jugársela. Antes de irme, el poeta Bruñido me advirtió que para la próxima reunión debía traer un libro de tapas negras. Apenas poseía unos pocos y ninguno de ese color; sin embargo, recordé que la Biblia de la abuela lucía unas tapas protectoras de color negro, así que las retiré y las puse sobre mis “cuentos de la selva” de Horacio Quiroga y me fui a la reunión.
Al arribar al sitio, Bruñido y J. Pitol me esperaban en la puerta. Y justo antes de entrar, aparecieron J. Vallejo y Miyagui en un Dogde Dart casi nuevecito. Subimos a la parte trasera del auto y entonces comenzó el episodio más alocado que viví en la vida.
Resultó que la famosa jugada era nada más y nada menos que el robo a un banco, El Comercio, para ser exactos.
—Y, ¿por qué ese? —pregunté.
—Porque lo tiene “todo” —respondió el poeta Bruñido con una risita pícara…
No entraré en detalles, sólo diré que las pistolas que debíamos usar eran los libros. Imaginen ustedes tal desastre…
¡Qué pena!
De no ser por el poeta Leontinas, que en aquella época era muy conocido y respetado, y que además profesaba un gran afecto por Bruñido y Miyagui, aún seríamos unos privados de libertad.
Antes de abandonar el lugar, el poeta Leontinas y el comandante nos dieron una reprimenda adornada de una charla interminable.
Y nosotros, reducidos como insectos, permanecimos allí, escuchando con la cabeza inclinada, como dándole sombra a nuestros errores.
Finalmente, un oficial de policía devolvió los libros: “Trilce”, a J. Vallejo, “Anna Ajmátova, antología poética” a Bruñido, “Pedro Páramo”, a Miyagui y “Poesía reunida de Emily Bronte” a J. Pitol.
—Y, ¿dónde está el mío? —pregunté.
—El suyo es un libro sospechoso —señaló el oficial malhumorado—, sus páginas contienen mensajes ocultos, de modo que queda confiscado, y ruegue a Dios para que no encontremos pruebas que lo impliquen en algún complot.
Como habrán podido notar, aquel suceso fue una verdadera calamidad, una experiencia un tanto rocambolesca, pero, aquí entre nos, maravillosa.
PD: Años después, y ya en pleno siglo XXI, volví a las andadas, incluso dos de los citados aquí también participaron en el golpe. Esa vez parecíamos ángeles endemoniados. Pero esa es otra historia que otro poeta deberá contar.

alv_rios@yahoo.es