A veces no sé dónde me duele.
Es fácil equivocarse.
Y eso me recuerda un chiste que dejo para el final. (La distancia más corta entre dos cuerpos no es la línea recta, es el sentido del humor)
Pues bien, el sábado me corté con papel.
Corrí a lavarme el dedo y a presionar hasta que se detuvo la sangre. Busqué un curita (bandita, tirita, no sé como la llaman en otras partes del mundo) y me la puse cuidadosamente en la cortada.
Durante todo el día evité utilizar el dedo malo, pero era un sábado inusualmente ocupado, pues al día siguiente tenía invitados y tenía que pelar, cortar, desmenuzar.
Mi esposo tuvo que terminar de pelar los tres kilos de papas para el chupe caraqueño y yo me senté a contemplar mi dedo vendado.
Pero había algo extraño, y es que en verdad el dedo enfermo no me dolía tanto.
Yo creo que más bien me dolía todo lo demás.
Todo… el mundo y sus tristezas, las mariposas amarillas que volaron a la eternidad, el peso de los años que pasan despiadados, todo me latía nostálgicamente, menos el dedo.
Y es que pareciera que, con la edad, como que me duelen otras partes de la geografía vital.
Los recuerdos duelen por las cervicales.
La orfandad es un dolor sordo y permanente en el ombligo, pero que al final amaina, cede y acompaña.
Mi tierra, me duele agudamente por el apéndice.
Y así, yo seguí meditando sobre mi dedo herido, y ese dolor propio y ajeno, mientras mi esposo pelaba papas.
Procedí a revisar la curita.
No supe si preocuparme o reírme.
La curita estaba en el dedo equivocado.
Mi dedo sanó de cara al viento.
Como suelen sanar las heridas.
No le dije nada a mi esposo, que siguió amablemente, en la tarea de pelar las papas. Yo lo amo.
El chupe caraqueño quedó delicioso.
El chiste prometido:
Un señor va al médico quejándose de que le duele todo el cuerpo.
– Doctor, es que, si me toco aquí, me duele. Si me toco más acá, me duele. Donde me toco, me duele – dijo mientras señalaba las distintas partes del cuerpo
El doctor lo diagnostica:
– Usted lo que tiene es el dedo fracturado.