Me crucé con Manolo y, por supuesto, no me distinguió pendiente como estaba de sus cosas. Iba a dejarlo pasar cuando reparé en la corbata negra y la anacrónica banda azabache en su brazo izquierdo. Me dije que los duelos merecen un mínimo de respeto y le detuve para solidarizarme con su pérdida, pero cuando supe que su duelo era por la muerte de Isabel II de Inglaterra, tuve la certeza de que me adentraba en terreno Manolo donde nada es lo que parece.
Tratando de ser lo más diplomático posible, le conté mi sorpresa porque le creía un firme antimonárquico. Manolo me miró decidiendo si me perdonaba la vida o gastaba algún tiempo en tratar de sanar mi imbecilidad crónica. Me habló marcando suavemente las sílabas: “Los antialgo son lo que no tienen ninguna idea y necesitan parasitar las de otros ¿estamos?”. Después esa aclaración y su consecuencia inmediata que era la de que él nunca fue antinada, se permitió dedicarme unos minutos para que entendiera su dolor.
Para Manolo, Isabel II había sido un símbolo, pero no un símbolo del Imperio Británico sino un símbolo del silencio majestuoso con que ejerció su reinado. Se había pasado siete décadas sin opinar, sin conceder entrevistas a programas del corazón, sin publicar en las redes, sin ceder a la tentación de convertirse en la influencer más grande del planeta o de trasmutarse en alguien diferente a su papel de Reina. Había contemplado los escándalos de los suyos con la mirada tranquila de quien sabe que su puesto es estar siempre ahí, callada como una estatua a la que le cagan las palomas y que decide no protestar sino limpiarse y volverse a subir al pedestal para que la vuelvan a ensuciar.
A mí ya me iba pareciendo que el panegírico de Manolo era excesivo y le traté de mostrar que lo suyo tenía mucho de idealización alrededor de una persona que nunca tuvo que preocuparse por el precio de los garbanzos, que siempre estuvo “blindada” a las vicisitudes porque era una de las mujeres más ricas del planeta y por lo tanto podía darse ciertos lujos. Por su sonrisa torcida, deduje que Manolo me consideraba un caso perdido: “No has entendido nada… el silencio no es un lujo… es una exigencia que muy pocos cumplen”.
Como siempre me pasaba con Manolo, en algún punto de la conversación, dejaba de hablar conmigo y parecía dialogar consigo mismo. Se preguntaba por qué los políticos que le rodeaban no aprendían a callarse y asumían el “hacer” de su trabajo como Isabel II había asumido el suyo. Isabel II no se había dedicado a acusar a otros reyes o reinas de sus escándalos o vergüenzas, no había insultado para ganar votos, no había fingido ternura para conmover. Había sido mecánica del Ejército y conductora de ambulancias durante la Segunda Guerra Mundial porque creía en su papel, no para sacarse fotos.
Volvió de su trance Manolo y creyó suficientemente explicada la razón de su luto, con la muerte de Isabel II, moría una creyente en la majestad del silencio y los fanáticos de los gritos y los insultos celebraban la desaparición de una enemiga formidable.
Obviamente, mientras Manolo se perdía calle abajo, no encontré que decirme y decidí disfrutar de ese silencio interno.