En el jardín de la casa de mi mamá, en el maravilloso Valle de Caracas, había una mata de mango que cada año floreaba y se cimbraba de frutos.
El jardín parecía una alfombra de mangos verdes, rosados y amarillos. Los loros y turpiales, nuestro pájaro nacional, venían a comer de ese manjar.
Mi mamá hacia jalea de mango, batido de mango, ensalada de mango, pero eran tantos, que ponía una caja al frente de la casa para que se los llevara algún alma necesitada.
Hoy pensé que quisiera ser como una mata de mango, esa que ofrece su abundancia de tanta felicidad atesorada, sin más ambición que compartir.
Un árbol satisfecho y feliz.
Quisiera….
Pero a veces, y no es negociable, llegan esas circunstancias que César Vallejo mencionaba en sus Heraldos Negros: “Hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé”, y me siento como un árbol endeble, debilucho e incapaz de ofrecer gran cosa.
Recordando aquella humilde mata de mango, comprendo el sentido de la generosidad. Esa raíz, ese músculo que hay que ejercitar y que en este mundo tan lleno de consumismo, de satisfacción inmediata, de espejismos, se atrofia y seca.
Mi árbol interior está en proceso de reconstrucción.
Por ahora observo la naturaleza en su generosa entrega.
Las flores que imponen sus colores, que trepan, que no desmayan nunca.
El río que corre, como el tiempo, sin ayer, mañana, ni hoy.
Y reflexiono en la sensación de “mata de mango” que a veces experimento, leve, como las madres, que cuando sus hijos comen, se sienten alimentadas. Cuando escribo, o cuando comparto lo que tenga a mano. Otra enseñanza de mi querida mamá, que multiplicaba los panes cuando se presentaban sin aviso tantos comensales. “En esta casa se comparte lo que haya,” decía.
Lecciones de abundancia, que me dejó mi mamá, mi tierra…mi mata de mango.