Me pregunta quién soy, pero al sentir que no soy yo quien respondió, exige que sea otra persona. Luego me pide que me olvide para poder ser yo, pero como ninguno de ellos es el que el lente fotográfico sabe revelar, quiere que sea yo el que aún no se ha mostrado. Dudo, pero ni de frente ni de perfil logro reconocer el rostro en ese rostro que creo que soy yo. Me asusta esa mirada que parece acusarme de querer mostrar lo que no se puede revelar.
En caso de duda, estiro los hombros. Me arreglo el pelo subrepticiamente. Me limpio el sudor que poco a poco me invade y sonrío, no sé por qué ni a quién. Como una fruta, cuyo corazón se esconde dentro de la piel, la sesión de fotos se convierte en una superposición de máscaras en las que cada una parece ser un ejercicio de descubrimiento de lo que está por venir.
La mirada atenta de quienes miran detrás de la cámara parece desconfiar de mí y yo desconfío de él. Finalmente, satisfechos con fingir que no fingíamos, los dos y el que nunca se reveló abrimos la puerta que da a la calle y con alivio aceleramos el paso.