Comunicar siempre ha sido una preocupación y un imperativo físico y mental, porque de eso depende gran parte de nuestra vida. Damos por sentado, a menos que tengamos algún impedimento, el uso de nuestros idiomas y sus entresijos y proyecciones ya sean poéticos, prácticos o cibernéticos.
Esa intensidad en el uso de la comunicación proviene del viejo temor al aislamiento y la incomprensión, lo que llevó a algunos a inventar formas de superar los escollos que parten del uso de idiomas diferentes, ya sean humanos o científicos. Se inventaron lenguajes artificiales con la esperanza de que, en vez de estar separados, nos uniéramos con y por la lengua.
Así es como surgió el esperanto, un lenguaje artificial que creó un oftalmólogo polaco llamado Luis Lázaro Zamenhof a finales de 1870 y que ha logrado hoy tener reconocimiento internacional y dos millones de hablantes. Pero no son nada en realidad ante los del inglés, que son 1452 millones, el mandarín con 1118 millones, el hindi con 602 millones de hablantes y el español con 548 millones, las cuatro lenguas que más se oyen y se escriben en el mundo.
Pero quienes apostaron por resolver las incomprensiones y rechazos ocasionados por las siete mil y pico de lenguas que existen en total, inventando una única, habían comenzado a trabajar mucho antes que el creador del esperanto.
En el siglo XVII hubo varios intentos de establecer lenguas artificiales. Uno de ellos fue el del lingüista escocés George Dalgarno, que construyó un lenguaje, en principio dirigido a que los sordos pudieran comunicarse, pero que consideraba que podía extenderse para que hablantes de lenguas distintas pudieran aprender a hablar con signos en menos de 15 días.
Otra propuesta más compleja fue la de John Wilkins, inventor de un lenguaje para comunicar académicos, comerciantes, diplomáticos y viajeros, completamente artificial, que dividía el mundo en 40 categorías, subdivididas a su vez en géneros y especies a los cuales les asignaba sílabas, consonantes y monosílabos de dos letras. El rollo era aprendérselo.
El matemático y filósofo alemán Gottfried Leibnitz, quién pensaba que no tenemos acceso a las cosas y a las ideas si no usamos signos, fue inventor del cálculo diferencial, el lenguaje binario y la máquina de calcular, y también hizo un proyecto de una lengua artificial para eliminar las complejidades gramáticas. Esperaba que su propuesta se consolidase con el tiempo. Pero no pasó de ahí, como sí lo hizo el francés Joseph de Maimiaux, a finales del siglo siguiente, al proponer una notación universal que se llamó pasigrafía o “el arte de escribir para todos”. Hoy, el libro donde lo explicó se encuentra solo en el mercado de antigüedades, donde vale 750 dólares y en algunas bibliotecas.
Ninguna de estas ideas tuvo éxito.
En la práctica, en vez de lenguas universales seguimos usando lenguas francas, que usando un idioma base aceptan el aporte de otras y tal como lo hacen el inglés y el español, conectan continentes, profesiones y proyectos.
Sin necesidad de complicarse mucho la vida, por agregación y costumbre se van creando con el tiempo – como pasó alrededor del latín en su momento – otros lenguajes. Se van puliendo con el tiempo y las conquistas, pacíficas o no, el comercio, las migraciones, la literatura, la poesía…