Sin duda alguna, el año 1939 fue memorable por una cantidad de razones. Estalló la II Guerra Mundial, se estrenó la película Lo que el Viento se Llevó, terminó la guerra civil española, se inauguró la Gran Feria Mundial de Nueva York y entre otros trascendentales sucesos, los estudiantes norteamericanos dieron comienzo a una de las manías más grotescas de que se tenga noticias.
Entraron en furiosa competencia para ver quién podía comer mayor cantidad de peces de colores.
El estudiante que pasará a la historia como el originador y primer cultista gastronómico de estos peces de colores se llamaba, y quizás todavía se llama, Lothrop Withington, alumno aventajado de la Universidad de Harvard. Este creativo joven tenía en su cuarto de la Universidad un pequeño acuario. Una noche se encontraba reunido junto con varios compañeros, conversando sobre temas diversos, cuando uno de ellos mencionó la cantidad de cosas absurdas que hacía la gente, como por ejemplo subirse a las astas de banderas para batir records de estadía allí, los maratones de baile, las competencias a ver quién comía más pasteles de manzana en menos tiempo y demás cosas inútiles e increíbles. El joven Withington aprovechó una pausa en la conversación para declarar muy tranquilamente que él se había comido una vez un pez dorado! Todos le miraron desdeñosos y otro compañero manifestó que le era imposible creer semejante cosa, pero en caso de que fuese cierto él estaba dispuesto a pagar diez dólares con tal de presenciar tal hazaña.
Impulsivamente Withington metió la mano en el acuario y sacando uno de sus peces dorados por la cola se lo tragó de un golpe.
Su asombrado compañero no tuvo más remedio que entregarle los diez dólares, e inmediatamente el relato de la proeza cundió rápidamente por todo el ámbito universitario, así que tres días más tarde un joven de apellido Pope, perteneciente a otra Universidad, tras enterarse de los detalles, procedió en forma heroica a tragarse no uno, sino tres pececitos dorados vivos. Sin embargo, Pope que era indiscutiblemente un sibarita, refinó su hazaña al aderezar los peces vivos con sal y pimienta.
Debidamente enterados los alumnos de Harvard del acto de Pope, decidieron recobrar la iniciativa y el récord para su Alma Mater. Fue por esto que Irving Clark de esa Universidad procedió a tragarse veinticuatro peces dorados uno detrás de otro. Su única concesión al buen gusto fue que después de pasar cada pececito, se chupó una naranja. No contento con haberse tragado dos docenas de peces vivos, Irving quiso asegurar la gloria firmemente eliminando además toda posibilidad de competencia y con este fin se comió dos insectos y una lombriz como postre.
Muy poco le duró ese momento de gloria, ya que unas cuantas horas más tarde un representante del alumnado de la Universidad de Pennsylvania procedió a tragarse venticinco peces dorados y encima se comió un bistec crudo. El pánico y el desconcierto cundieron rápidamente entre los universitarios norteamericanos, pues a las pocas horas de la proeza anterior, Julius Aisner de la Universidad de Michigan se tragó ventiocho peces. A partir de ese momento comenzó el desbarajuste.
Donald Mulcahy de la Universidad de Boston se comió ventinueve, matizándolos con tres botellas de leche. El capitán del equipo de f’útbol en el colegio Albright procedió a engullir trienta y tres peces dorados ante una boquiabierta audiencia y sin ayuda de bebida alguna. Mientras tanto, en Boston, otro alumno se colocó una servilleta al cuello y con gran sangre fría procedió a saborear treinta y seis peces, mientras un público asombrado miraba la increíble acción del estudiante, que de paso, escogió el portal del teatro de la Opera para llevarla a cabo.
Las autoridades universitarias y gubernamentales comenzaron a alarmarse por la proliferación incontenible de tragadores de peces vivos. La prensa se hizo eco del asunto y por un tiempo apartó a un lado las amenazadoras noticias que venían de Europa, para anunciar en primera plana las hazañas de los universitarios tragapeces.
Con mezcla de alarma y oculta satisfacción, la prensa publicó opiniones de diversos profesionales sobre el fenómeno. En algunos de estos artículos se analizaban las posibles causas que motivaban estos actos y entre las opiniones condenatorias estaba la de un psiquiatra, el doctor Robert McMurray, quien afirmó que “los cultores del repugnante acto de tragar peces vivos, son en realidad exhibicionistas morbosos que ansían la admiración del público por algo que es evidentemente un acto de salvajismo. Aquel que, igual que hombres de las cavernas, come peces vivos siente un placer enfermizo al constatar la repulsión que producen sus actos!”
Los alumnos por su parte no prestaban la más mínima atención a los severos pronunciamientos de sus ductores y en todos los colegios y universidades norteamericanas, los jóvenes competían furiosamente para batir el récord de Boston. Inútilmente.
A pesar de que los acompañaban con leche, jugo de naranja o refrescos, no lograban pasar de los treinta y seis peces que había conseguido comerse el bostoniano. Este récord fue finalmente batido por un estudiante de la Universidad Técnica de Massachussetts, que alcanzó a tragarse vivos cuarenta y dos peces dorados rematándolos con cuatro leches malteadas. El aventajado joven publicó en un periódico de Boston su fórmula para comerse los peces, pero es demasiado repulsiva para repetirla aquí.
El récord mundial absoluto lo obtuvo, y que sepamos todavía lo tiene, Joseph Deliberato, de la Universidad de Clark. Este joven procedió a reunir gran cantidad de testigos, entre ellos varios reporteros, dos psicólogos, y tres policías. Luego se tragó públicamente la increíble cantidad de ochenta y nueve peces dorados, uno tras otro.
No llegó al número noventa, pues una joven estudiante llamada Marie Hansen, emocionada por la hazaña de su compañero, tomó el pez número noventa, y engulléndolo de un heroico bocado, se convirtió en la primera mujer universitaria que se unió al gran movimiento de tragapeces de 1939.
No podemos terminar esta narración, sin informar acerca de lo que la prensa llamó “el horror final” en la moda de tragar animales vivos. Deseando terminar de una vez por todas con el asunto, John Poppelreiter laureado alumno de la Universidad de Illinois, convocó a un nutrido grupo de testigos y admiradores y sacando a cinco ratoncitos blancos de su jaula, los enrolló en hojas de lechuga. Luego, mientras los hombres palidecían y las mujeres se desmayaban, procedió a tragárselos de un solo golpe!