Hace poco encontré un mensaje en una botella.
Allí, en una playita rocosa frente al río, me esperaba.
Tenía tiempo que no sentía una emoción tan intensa. Se me alborotó la infancia, la imaginación, la fantasía.
A mi mente vinieron historias de piratas, de náufragos, de desencuentros, de amor.
Pensé, ¿cómo este mensaje vino a parar, aquí, a mis pies? ¿Qué suerte de destino o azar hizo que yo me encontrara esta botella? ¿Qué misterioso personaje lo habrá escrito, sellado y entregado al universo?
La tomé en mis manos con mucho cuidado, como si se tratara de algo sagrado. Me senté bajo un árbol, los árboles siempre ofrecen ese resguardo, casi solemne.
Lo tranquilizador de los mensajes en una botella es que, me imagino que están destinados a quien los encuentre, así que no sentí que estaba violando el sagrado derecho de la correspondencia ajena cuando rompí el sello de cera.
Este mensaje era para mí y sólo para mí, así lo sentí. Una carta muy íntima, entrañable, que sorteó mil obstáculos para llegar a mis manos.
Finalmente, saqué de la botella el pequeño pergamino enrollado.
Estaba intacto y seco.
Lo descifré con inusual placer.
Me capturó su anhelo.
Me embriagó su fragancia.
Como tinta indeleble, las palabras allí escritas quedaron en mi memoria.
Suspiré largo.
Cerré mi libro de poemas y me entregué al dulce sueño.
Mañana retomo la lectura.