Dícese que el secreto de la buena salud y una larga vida es la moderación.
No me atrevo a mostrar desacuerdo ante esta máxima, pero por esta vez, sólo por esta vez, lo juro, voy a intentar una apasionada defensa sobre los excesos.
En estos tiempos donde a uno le dicen: una sola copa de vino al día, un cuadrito de chocolate (acto heroico), tantos minutos de ejercicio, de meditación, de yoga, tantos gramos de carbohidratos, tantas calorías.
Pareciera que la existencia transcurriera en una métrica prisión.
Razón tenía un señor, usuario de un programa de dieta y ejercicio que prometía perder no sé cuántos kilos a la semana, quien dijo que lo único que había perdido en una semana eran las ganas de vivir.
Yo me pregunto, ¿acaso la voluptuosidad intelectual, de donde surge lo más sublime del pensamiento, lo más fiero del arte, lo más grandioso de la música, es moderada?
¿Acaso se puede amar con moderación? La respuesta la ofrece San Agustín: “La única medida del amor, es el amor sin medida.”
Y en las cosas más mundanas, como comerse una lata de leche condensada, ¿habrá una falta de moderación más dulce y deliciosa?
¿O qué tal hacerle un homenaje al pecado capital de la pereza y quedarse echado un día cualquiera leyendo en el sofá?
En fin, concluyo que uno puede honrar la vida, de vez en cuando, a través de uno que otro exceso. Si no es el caso, creo que uno corre riesgo de ser devorado por el gris de la mesura y la rutina.
Y culmino con la frase que me inspiró estas líneas:
“Todo en moderación, incluyendo la moderación.”
Oscar Wilde