Al primero de enero inevitablemente lo asocio al primer día de cada uno de mis grados de primaria.
Siempre iba en la expectativa de que la clase me tocara con la mejor maestra, que, aunque nunca me hubiera tocado, todas iban precedidas de su fama.
Inocente al fin, pensaba que ella no sabía quién era yo, pero hoy pienso que sí, que ellas hablaban entre ellas, y que no era posible llegar a un nuevo grado con la hoja enteramente en blanco.
Así comenzaba el año, con olor a cuadernos nuevos, cajas de creyones muy afiladas, zapatos relucientes y gran entusiasmo.
Transcurrido cierto tiempo, empezaba a torcérsele el rabo de la puerca, y llegaba el primer “la felicito, señorita”, una de las peores humillaciones de las que tengo memoria, sobre todo porque solía ser delante de toda la clase. En fin, el año se empezaba a desarrollar, llegaba la primera boleta, la verbena a beneficio de las Misiones, la amiga secreta, las barajitas escondidas, las cada vez más enredadas matemáticas, y así seguíamos hasta que por fin se acababa ese año y nos íbamos a la espera de qué nos traería el próximo.
A partir de cierto momento, nadie más me soltó un irónico e hiriente “la felicito, señorita”, por lo menos no con esas palabras, pero cada año que recuerdo ha venido cargado con verdes y maduras, algunos con fechas que, por muy buenas o por muy malas, nunca más se me van a olvidar, y aun así no puedo evitar sentir la llegada de cada año algo parecido a lo que sentía el primer día de cada grado.
Así que, armados de un calendario nuevo, sólo me resta compartir con ustedes las mariposas de mi barriga y la buena fortuna que deseo en el año que comienza hoy.