Herbert Morrison, el locutor, narraba en ese momento la interesante operación de atrancamiento con voz serena y tranquila, pero de repente los radioyentes notaron un extraño silencio en la transmisión, seguidos de unos gritos y ruidos desordenados. Luego se volvió a escuchar la voz de Morrison, pero desfigurada por la sorpresa y el horror. La grabación de esa transmisión aún existe y es un documento dramático y fascinante de lo ocurrido esa noche en Lake Hurst: “Oh Dios mío!” gritó Morrison, “está en llamas . . . se estrella . . . se deshace . . . Oh Dios . . . el horror . . . esa pobre gente . . . y todos los amigos . . . ¡qué espanto! “. A partir de este momento Morrison no pudo seguir hablando, pues la voz se le ahogó al tiempo que millones de radioyentes escuchaban petrificados mientras miraban a sus aparatos de radio como si fueran extraños monstruos de pesadilla, sin atinar a comprender exactamente lo que sucedía. Se escuchó una sorda explosión, y luego otras mientras las sirenas y los gritos de terror añadían su desordenada cacofonía a la tragedia del Zeppelin.