¡Pensé que te lo había dicho! Es lo primero que se me viene a la cabeza cuando reclamas con esa voz chillona. En algunos lugares me es más fácil escucharte, pero en otros llego a tener ideas descabelladas cuando me atacas. Mientras escucho tu reclamo insistente y repetitivo, no puedo dejar de recriminarme por qué no te lo dije. Tu voz se vuelve una melodía de muy pocos tonos. Una secuencia sostenida e inagotable que me hace preguntar sobre la capacidad de tus pulmones para albergar tanto aire. Ojalá la música subiera repentinamente para no escucharte. Cada vez que volteo a verte, tu boca se abre y salen pequeñas gotas de saliva. Algunos carros pasan con las ventanas cerradas y trato de imaginar la paz del hombre que va solo manejando su viejo carro, o de la pareja que va fumando sin hablar, cada uno con el brazo recostado sobre la puerta. Hace rato, perdí el hilo de lo que decías. En cada instante de consciencia he oído lo mismo al menos tres o cuatro veces. Busco distraerme de alguna manera. Es muy difícil pensar en las cosas que tengo que hacer antes que termine el día. Todo lo veo como una lista, pero contigo gritando no puedo leer en mi mente. Has hecho silencio. La tensión baja súbitamente. Creo podré decir algo. Solo estabas tomando aire. Tus pulmones no son infinitos. Vuelve otra vez la numeración de todo lo malo que soy por cuarta vez. El tacómetro puede subir más. La hora no es pico. Volteo y tu boca abierta me deja ver como tu lengua se mueve ya cansada. La curva perfecta para sacar los seguros del carro, bajar mi mano, quitar el cerrojo de tu puerta, y aprovechar tu mala costumbre de no usar el cinturón. La curva se alió y el barranco sordo no escuchó tus gritos de reclamos, ahora convertidos en auxilio.
Ahora pienso si te lo dije; creo que no lo hice. Disculpa, pero no tuve tiempo.