Para quien no está familiarizado con el asunto, para quien no tiene en su casa una biblioteca personal, el ver y tener una buena cantidad de libros no produce más que desconcierto, ese mismo desconcierto que a tantas personas, cuando visitan mi casa, los lleva a exclamar: tú sí tienes libros, ¿para qué tantos?, ¿te los leíste todos?, te vas a volver loco leyendo, ¿piensas seguir comprando?, entre otras ingeniosidades.
Aparte de la clásica respuesta, que no todos los libros son para leer, sino que algunos son para consultar, confieso que este y este y aquel de más allá y estos otros también que acabo de comprar, no los he leído. Esto los deja nuevamente perplejos: por qué compré más si hay varios que no he leído, por qué los acumulo. El asunto es sencillo, tiene que ver con la oferta, la disponibilidad, la demanda, y la libertad de elegir entre variadas opciones.
Como lectores, podemos tener diversos apetitos y gustos, que a veces hasta pueden entrar en conflicto entre ellos, en conflicto con nuestro trabajo; o lo que sucede más comúnmente, entrar en conflicto con lo que nos mandan a leer en la escuela o en la universidad, porque en dichos lugares a veces no nos dan para escoger: hay un menú único como en los McDonald´s cuando es día de promoción.
Así, si me da por leer a un novelista inglés del siglo XIX, entonces voy a la biblioteca y escojo porque tengo de dónde escoger, porque compré La feria de las vanidades, pensando que me gustaría leerlo alguna vez, como estoy haciendo ahora. Y si no tengo, lo busco, porque quedarse con las ganas de leer es como quedarse con ganas de comer o de hacer el amor.
Esto pasa con las películas, con la comida, con los zapatos. Si vamos a la cocina, y abrimos la nevera, nos gusta tener para escoger: un sándwich, una ensalada, fruta, solo cereal, una milanesa, algo más fuerte. Y si vamos a una fiesta o a cualquier otro sitio, escogemos nuestra ropa y zapatos según la ocasión y compañía, o según nuestro gusto. ¿Por qué no hacerlo con los libros?
Eso me pasó en un tiempo, felizmente, cuando compraba más libros de los que podía leer: no había razón para no hacerlo. Pero por suerte lo hice, porque me sucede ahora exactamente lo contrario: no tengo los medios y sí el tiempo; ya ha llegado el tiempo en que puedo leerlos.
Lo bueno de todo es que el apetito desmedido por los libros no es como el comer en exceso: no hace daño ni molesta, salvo cuando uno se muda, que tiene que cargar unas cuantas cajas de más, o cuando limpia la biblioteca (si es que lo hace).