Hace unos días tuve la oportunidad de reflexionar sobre cómo llegué a ser quien soy hoy. Aún no estoy seguro, pero sé que no fue fácil, o al menos no fue sencillo.
Hace unos años me reencontré con antiguos compañeros de la escuela. Lo que me sorprendió fue que podría jurar que se habían convertido en versiones infladas de los compañeros que conocí en la escuela. Eran básicamente iguales. En otras palabras, no habían cambiado mucho. Incluso insistían en llamarme por mi apodo de aquella época. Solo que yo ya había vivido en muchos países desde entonces y ese apodo se me despegaba como la piel de una serpiente cuando crece. Me pareció que necesitaríamos un nombre distinto para cada etapa de nuestras vidas.
En el colegio manifesté cierta aptitud para el liderazgo, que maduró cuando entré en la universidad. Pero antes de terminar, emigré a un país donde todo era nuevo y me costó entender qué esperaría la gente de mí. Quizá por eso me centré en mis estudios, gané premios y me invitaron a hacer un doctorado en una prestigiosa universidad de Inglaterra. Una vez más me enfrenté a dificultades similares para adaptarme. Tuve éxito pero salí curioso por entender cómo y por qué algunas personas cambian tanto. Hasta el punto de que disfruté de una conversación con el jefe de admisiones de otra prestigiosa universidad. Me confesó que buscaban estudiantes con potencial que la universidad pudiera desarrollar al máximo, pero que era muy difícil predecir en qué se convertiría cada uno.
Imagino que es el entorno el que te moldea. Un poco como el Juan Dahlmann, de Borges, que termina en una pulpería de un pueblo al que llega por error y en la pulpería es provocado a un duelo a cuchillo sin saber usarlo contra una persona. Si el tren no le hubiera dejado en ese pueblo, ¿Juan habría vivido unos años más? ¿Cuántos más? ¿Cómo?