Posidonia, la selva del mar, por Lucy Gómez

Había una vez unas plantas en las orillas del Mediterráneo, ese mar donde vivo ahora. Se diferenciaban de las demás en que aguantaban el agua salada, y a lo largo miles de años, se extendieron y prosperaron.

Les iba tan bien que se mudaron definitivamente de la tierra al mar.

Y ahí siguen. Parecen unas inmensas cintas cimbreantes en el agua, desde la superficie hasta cuarenta metros de profundidad. Tienen todo lo que una planta terrestre posee para poder subsistir: hace la fotosíntesis, tiene raíces, hojas y flores, unas espigas que producen frutos flotantes, las olivas de mar. Son un caso excepcional. No existen en ningún otro océano.

No sólo refugian a mil especies animales y alrededor de cuatrocientas vegetales, sino que atrapan más Co2 que la selva del Amazonas. Ocupan 34.000 kilómetros cuadrados, y como crecen tanto horizontal como verticalmente, forman paredes tan altas que pueden llegar a la superficie, reteniendo sedimentos, fijando el suelo y bajando la fuerza con la que las olas se llevan la arena de la playa, evitando la erosión. Su tiempo de vida es el mayor entre las especies del planeta. Hay posidonias de cien mil años.

Cada año pierden hojas que llegan a la orilla en forma de grandes bolas marrones y aunque hay gente a la que no les gusta su aspecto, disminuyen la erosión y crean arena.

Para variar, ahora estamos acabando con ellas. La construcción de más puertos deportivos, la pesca de arrastre, las anclas y cadenas de los barcos, los vertidos residuales las asesinan, el desconocimiento de lo que significan para que sobrevivamos como especie, las pueden terminar matando. Es una carrera de fondo entre la inconsciencia y la voluntad de supervivencia de la posidonia, patrimonio de una humanidad que habla mucho pero defiende poco y mal a estas selvas  del mar.

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