En el fondo de una caja polvorienta aparecieron cuatro relojes viejos. Cada uno con el tiempo detenido en una hora diferente.
Este detalle de las horas suspendidas a su antojo me produjo un pequeño estremecimiento.
En fin, sin darle más terreno a mi imaginación, me los probé de nuevo, todos muy bellos, así que decidí que, al día siguiente los llevaría a cambiarles la batería para poder lucirlos otra vez.
Esa noche dormí plácidamente.
Al día siguiente desperté con una sonrisa y con el aroma de un humeante y oloroso café reposando sobre mi mesa de noche.
Me extrañé un poco, pero en ese estado entre sueño y vigilia, me dejé llevar por esa sensación de plenitud.
Me levanté y cuando me miré al espejo casi me da un infarto. Era yo, sí, pero veinte años más joven.
Estoy soñando, me dije decepcionada y me regresé a la cama.
Fue en ese momento cuando me di cuenta de que tenía uno de los relojes con la hora detenida, en mi muñeca. Me había olvidado de quitármelo al irme a dormir.
Era obvio, el reloj antiguo había actuado como una máquina del tiempo de pulsera, (así de fértil es mi imaginación).
Me entregué a ese regalo del tiempo, de juventud y bebí de aquella vaporosa taza de café humeante de recuerdos.
Más tarde me arreglé y fui a la relojería a cambiar las baterías de mis relojes viejos.
A la media hora me los devolvieron, brillantes y ajustados todos a la hora local, 11:01am del día 9 de agosto de 2023.
Decidí ponérmelos todos a la vez, dos en cada muñeca.
Con mis “aquí y ahora” realineados, me apresuré a casa dispuesta a recibir los regalos del día.
Al final, como dijo el gran poeta persa Omar Khayyam:
“… es más tarde de lo que imaginas…”