Mi cotidianidad está llena de cosas que me quedo sin entender, pero tampoco puedo andar por la vida pidiendo explicaciones.
El otro día en el Metro comenzó a acercarse a mí una persona agitando los brazos efusivamente. Ahí pensé: “O está loca de atar, o acaba de encontrarse con quien había acordado”.
Por un momento pensé que venía a mi encuentro, pero no. Me pasó por un lado, perdida en su entusiasmo, y yo resolví no voltear para salir de dudas. Total, no era conmigo.
Por fin llegó el vagón que yo esperaba y me monté o me montaron, todavía no estoy segura. En uno de los frenazos casi le caigo encima a un señor, pero quedó claro que no era por asedio sino por mi papel de sardina en aquella lata. Si te agarras del tubo, te mueres de pensar que tocas un tubo que ha tocado un montón de gente y casi puedes ver los gérmenes. Si no lo tocas, entonces te pierdes el equilibrio a tu propio riesgo. Siempre tengo esa duda.
Vamos que vamos y por fin llega la estación que me toca. Me despido del señor a quien le caí encima, nuevamente le pido disculpas y aprovecho la puerta abierta para salir o para que me salgan, siempre convencida de que nunca más lo vuelvo a ver, ni a él ni al resto de las sardinas de aquella lata de hora pico. Mientras más grande la ciudad, más raro se pone…