¿Tienes segundo nombre? Yo sí. Nunca lo uso. Mi mamá me lo puso, porque, amante de la música y la danza clásica, tenía un balé preferido, Coppélia, donde un inventor misterioso crea una muñeca danzante del tamaño de una mujer. Creí que me ponía el nombre de la muñeca, pero con el tiempo descubrí que era el del inventor. Nadie pudo nunca escribirlo correctamente, sobre todo en las jefaturas y registros civiles, así que terminé llamándome Lucy Copella en la cédula de identidad, sufriendo burlas y sobrenombres en la escuela por ser gorda, sacar buenas notas y llamarme raro.
Desde que pude me llamé Lucy para todo el mundo y odio los segundos nombres. Se sufre horrores llamarse Canuta, Segismunda, Agapita… ¿Qué tal Luis Pantaleón, Juan Benemérito o Crescencio Anthony?
Yo sé que las intenciones son buenas. Y a veces se tuercen. Mi hija se llama Inga porque su papá lo impuso, gracias a sus ideas sobre la belleza escandinava en esa época, aunque ella es más bien morenita. Yo, le puse de segundo nombre Estrella, el nombre de una de sus abuelas, para salvarla. Pensé que Inga iba a ser un desastre, sobre todo al pasar la lista en el colegio. Pues me equivoqué, fue al revés. Sólo usa Inga. Siempre le gustó más.
Los segundos nombres no siempre existieron. Se hicieron comunes a finales del siglo XIII en Europa y la idea era que se invocara con ellos la protección de un santo o fortalecieran los lazos de familia. Se le ponía al bebé el nombre del santo que se conmemora el día de su nacimiento, sonara como sonara. O el de un abuelo querido, una amiga inolvidable. En la nobleza se multiplicaban los nombres y así se distinguían los duques y condes de la gente común, entre otros detalles, por la cantidad de nombres.
La famosa duquesa española Cayetana de Alba, por ejemplo, tuvo diecinueve. Lo que fue una costumbre de las élites pasó a la pequeña burguesía y luego a las clases populares. Siglos después, en las grandes ciudades, se fue perdiendo la costumbre de poner nombres de santos y se empezaron a poner nombres de artistas, como María Shakira, por ejemplo.
Pero, tomando en cuenta las dimensiones del acoso en las escuelas, el cambio de modas y la caída de la popularidad de estrellas musicales de una generación a otra, además de la conveniencia de la paz mental de nuestros hijos, recomiendo los nombres sencillos y olvidarse de los segundos nombres, a menos que sean corrientísimos y formen uno solo como María Isabel o José Luis. No sé…
Tengan compasión.