Aquel día llegué temprano a casa. El jefe andaba de celebración por su cumpleaños y por una vez en su vida reconoció lo brutal que había sido la semana, de modo que nos dio la tarde libre.
Soñaba con una ducha, descansar un rato, y luego, por la noche, disfrutar de un arroz cantonés con pollo agridulce para acompañar la serie de Netflix que está buenísima…
Mientras ordenaba los cojines y despejaba el salón, alguien llamó a la puerta. Me resultó extraño, pocas veces recibo visitas, y menos a esas horas de un día viernes; sin embargo, abrí.
Una atrayente y curvilínea figura ataviada en un traje muy ceñido me regaló una sonrisa:
—Disculpe usted, ¿me permite entrar? Quiero mostrarle una solución ingeniosa para dar sitio a todo aquello que anda por allí desperdigado.
Sin pensarlo dos veces me aparté y la dejé pasar. La seguí de cerca. Me pareció que el mundo se bamboleaba con ella, y yo, por un instante, palpité con el mundo; entonces fui al pasado, un pasado remoto donde una mujer entonaba: “si tu boquita fuera…”, en fin. Abrió un maletín y comenzó a sacar varias piezas, muchas piezas, unas encajaban con otras, y en apenas un minuto armó una especie de estante; y mientras eso sucedía, advertí que un mendigo entró a la casa; detrás de aquel siguieron un par de grafiteros quienes de inmediato fueron atraídos por la pared del fondo; luego un payaso, y me asusté, incluso temblé: el tipo era idéntico a Pennywise, el de la película It; después entró una anciana con un bolso lleno de estampitas; y finalmente un gran danés desfiló directo hacia un borde del sofá donde aprovechó para dejar su marca, un sello apestosamente particular.
Yo, un tanto nervioso, le dije a la joven —olvidándome de lo buena que estaba—, que era suficiente, que el asunto se había salido de control y que ya no me interesaba, ni siquiera un poquito, el dichoso estante, que jamás compraría algo tan inútil y que ya no deseaba que continuara con su demostración…
La muchacha sonrió brevemente, desarmó todo en un santiamén, guardó las piezas, dijo “gracias” de mala gana, y se esfumó.
Cuando se alejó, caminé hacia la puerta, me asomé y le grité:
—Eh, oiga usted, ¡por favor llévese su fauna!
—¿Qué? —preguntó atónita—. Yo soy como Supermán.
—¿Cómo así?
—Yo trabajo sola. Esa hilera de malvivientes no sé de dónde diablos salió.