“Soy sexador, encantado”, le dije. Estaba apurado. Debía cambiarme, alargaba mis pasos para llegar a tiempo. Me tocaba el segundo turno. No dejaba de pensar, ¡oh sus ojos!, en ella. Creo que le di la mejor impresión. Bueno, algo la deslumbré, eso creí.
Más que afortunado, entre semana me la encontré. Estaba vez parecía asombrarse con solo mirarme. Por momentos me evitaba. Le dije que era linda y la invité a salir. Me dio pretextos: su padre, trabajo atrasado, visa por vencerse, el perro… “No hay problema, yo espero”, respondí. Rehusó darme su Snapchat. Lo busqué; me bloqueó y desbloqueó.
Por fin gané el privilegio de salir con ella. Estaba intrigada, fui tan tonto que apenas lo noté. Su belleza me desmembraba. Por descuido, dejé una pluma en mi pelo a pesar de haberme bañado. Al segundo, ella pensó en plumas y lentejuelas llamativas que supuestamente yo desempolvaba en un centro nocturno para atraer clientas, y más clientas.
En el bar, seguía maquinando sobre mi supuesto trabajo. Busqué sus manos. Con brusquedad las apartó. “Un momento, no soy una de tus clientas, te equivocaste conmigo”, me advirtió. Como el mortal más torpe me desconcerté. Se marchó. Aligeró el paso. Si no fuera por el camarero, la hubiera perdido. Tiré mi tarjeta y salí. Miré a todos lados. La tomé fuerte, “Explícame, qué dijiste de clientas…” Una lágrima se me escapó de algún lugar. “No me vuelvas a buscar, me amenazó”. Le grité que no soy culpable del trabajo que tengo. Con la cartera me dio en la cara. “¿Te parece deshonroso precisar el sexo de los pollos al segundo?”. Continué, “Soy sexador entrenado” “¿Te avergüenza salir con alguien que además de eso, persigue a los pollos sin cabeza?”
Ahora reímos recordando, y repite,
“¿Cómo no me iba a asustar?, de sopetón dijiste soy sexador y estrujaste mi mano”.
¡”Amor, te casaste con un fino abusador! Ven, loquita sin cabeza”.