Tengo una vecina en el edificio que, desde hace doce años, cada vez que la saludo por cortesía me contesta con la misma frase: “¡Ay, hijo… si yo te contara!”. Generalmente corro con la suerte de que no me cuente nada porque el ascensor llega en ese momento o su gato llorón reclama la presencia de su dueña o recibo una llamada en el móvil o, si no la recibo, hago como si la recibiera. Pero algunos días excepcionales tengo que enfrentar lo que ella está deseando contarme aunque finja que preferiría no hacerlo.
Que su marido ya no es el mismo; que a la nieta le robaron el premio de la “Muñequita del año” porque la mamá de la ganadora es “muy generosa” con los organizadores, pero yo no soy así, mi madre nos enseñó a no perder la dignidad. ¿Y qué te parece que mi hija ya no nos visita? ya lo dice el refrán, hijo, “Cría cuervos…”. Pero, bueno, yo no le guardo rencor porque el rencor envenena y después te brotan verrugas; yo tengo una tía que ya no sale de casa porque tiene tooooooda la cara como una Luna ¿Y el mercado? ¿Qué me dices del mercado?… además, mi marido no puede comer cualquier cosa y yo lo cuido como a un Rey, aunque me haya tratado como una esclava toda la vida. Dicen que todos llevamos una cruz, pero yo llevo, por lo menos, tres.
El chaparrón de lamentos arrecia y aprieto un millón de veces el botón del ascensor, implorando un rescate divino que, al fin, llega con su maravilloso “ti…tin”.
Mientras desciendo los cuatro pisos, voy pensando en los animales y en que nunca se quejan (a excepción del gato pervertido de mi vecina). He visto animales heridos o enfermos serios y jamás se quejan. Solo está ahí, esperando en una especie de estoicismo innato y se me ocurre que deberíamos aprender mucho de ellos a no quejarnos. No sé si en medio de tanto experimento genético sería posible buscar cómo hacer para que las personas no se quejen y dejen de molestar a sus vecinos y dejen de perder sus tiempos en lo que no tiene remedio.
Se lo preguntaré a Manolo cuando venga de sus vacaciones… si es que viene.