Cuando vivía en Río de Janeiro, en esa tierra bendita por Dios, un amigo francés me dijo que en Francia la fragilidad de una persona podía impedirle sobrevivir al invierno que se avecinaba. En Río me resultaba difícil imaginar los rigores de un invierno.
Pero ahora vivo en Portugal, con inviernos no tan crudos pero un poco más amenazadores que los de Río. Por eso reflexioné sobre el estado de un tipo de sonrisa generosa cuando lo vi ya pasado el invierno.
Era un hombre cuya sonrisa y vitalidad me hicieron bien. Sigo siendo un inmigrante en esta tierra cálida, y que me reconozcan por la calle me hace bien. No importa tanto quién me salude, pero que me reconozcan me hace sentir vivo, que pertenezco aquí. Así me sentía cuando me saludaba este tipo encantador, ¿un poco loco tal vez? ¿Quién sabe? Nunca interactué mucho con él porque me di cuenta de que era un poco exagerado. Del tipo del que sería difícil desvencijarme. Por ejemplo, me saludaba gritando desde el otro lado de la calle. Siempre aludiendo a nuestras similitudes: él caminaba con una muleta proporcionada por el Servicio Nacional de Salud, mientras que yo me apoyaba en un cayado al estilo peregrino a Santiago. Él se cubría la cabeza con una boina alentejana, mientras que yo llevaba una vasca. Nunca entendí del todo lo que me decía. Tenía pocos dientes, quizá ninguno, pero esa no era la única razón por la que no le entendía. No parecía haber mucha conexión entre las palabras que salían gritando de su boca mientras caminaba con paso inseguro. Pero me alegró la vida con su efusivo saludo.
Este invierno no ha sido especialmente duro. Ha sido largo, sí, y lluvioso, pero nada que justifique la tristeza de este hombre cuando lo vi encogido, sentado en un banco de la plaza, con la cabeza aún cubierta por la boina pero ahora apoyada en su muleta. Tenía los hombros caídos, como si estuviera llorando. Apenas sonrió cuando me acerqué a saludarle. Quizá fuera algo pasajero. Eso espero, porque le echaría de menos si no llegara a la próxima primavera.