El tiempo pasaba sin cambios. Sólo tenía trabajo duro y el cuidado de sus hijos en casa de los suegros, atrapada en una relación de cinco años. Después de un año y algo de pasión, tres embarazos casi consecutivos y varias traiciones, aquella unión se había convertido en una mezcla de fastidio institucionalizado y mucha tristeza.
Se enamoró de un tipo buenmozo, simpático, dicharachero y juerguista. Muchas le tenían envidia, pero ese era su rostro público. A distancias cortas era un hombre inseguro que no admitía críticas, hacía chistes hirientes sobre el aspecto de su mujer, esquivaba responsabilidades y disminuía el valor de todo lo que ella hacía. Paraba en casa apenas, entre desapariciones de una, dos o tres semanas. Se enteraba por rumores familiares de que tenía un nuevo trabajo, una nueva “novia “.
Un día de fiesta, un cumpleaños más, entró y salió casi sin saludar. Lo hacía siempre, pero esta vez el desapego se multiplicó por el número de invitados. Se sintió de nuevo como un carro viejo y chocado, estacionado en un rincón. Algunos pusieron cara de no darse cuenta, pero una invitada, una señora mayor casada durante más de treinta años con un hombre parecido se le acercó y para consolarla le dijo que las mujeres decentes tenían que “cargar con su cruz”.
… las mujeres decentes tienen
que cargar con su cruz
La enfrentó brutal y públicamente a aquella losa pesadísima y amarga que soportaba. Estuvo todo el día dándole vueltas. Se planteó seriamente aguantar diez, veinte años con más niños, más trabajo y más tristeza a cambio del reconocimiento a su heroísmo. Y decidió que no. Había que cortar y mudarse. Notificó a los interesados: la familia, los amigos, sus hijos. A él solamente le dijo: “ Me voy, hasta aquí”.
Se fue, cambió a los niños de escuela, tomaba otros autobuses, hacía mercado en otra parte. Logró la desarticulación de la parte material pero no despegar de la amargura.
Pasaron meses. Uno de sus amigos, un ser amable, la invitó a tomar café y le preguntó intrigado porqué siempre estaba tan triste. “ No eres tan vieja” , le dijo,¿ que te pasa?”. Lo vio con extrañeza, como si fuera por primera vez a la consulta de un psicólogo y le contó su caso.
Cuando se hicieron amantes le volvió la autoestima y la sonrisa . Y pensando en lo feliz que era entonces y en lo frágiles que son los amores, tuvo miedo de caer en su amargura antigua y encontró con alivio que tenía en la mano el mecanismo básico liberador. Poner por delante su placer y su estabilidad, no cargar jamás con ninguna cruz ni plantearse de nuevo hacer penitencia.