Llevábamos seis días navegando sin tierra a la vista. Lanzándonos de un lado a otro, el mar parecía querer tragarse todo lo que había en él. Con la noche se calmó y a pesar del frío que envolvía mis pies, me quedé dormido. Al primer rayo de sol del séptimo día vi un pequeño islote, señal de la isla que la Aurora Infinita prometía a quienes la habían abordado. Ya había mucho alboroto en cubierta cuando el capitán ordenó echar el ancla. Apoyado en la barandilla, donde todos esperaban con ansias lo que no podían ver, noté que la canoa había sido arrojada al mar sin esperarme. Con la ilusión de encontrar en la isla algo en lo que valiera la pena sumergirse, salté, sin saber nadar. A lo lejos, enseñando los dientes, barracudas y tiburones me ignoraban. Solo el pez pequeño, irritante y sin ideales, frustrado por los reveses de la vida, me perseguía dispuesto a hacerme daño. Resistí y sin saber cómo logré llegar al borde de la playa. En la arena, siguiendo los pasos de quienes con ansias habían abordado la canoa, escuché continuas quejas de quienes, junto a los que ya estaban allí, se quejaban de no haber encontrado en la isla lo que pensaban esperar. Entonces, perdido entre quienes venden el color del viento y discuten sobre el tamaño de los edificios que hacen cosquillas a la luna, me alejé, miré el cielo brillando sobre el mar y salí de la página donde el pasado ya era el futuro.