Como es la vida. Hershey Company lanzó en 1978 un nuevo producto, los chocolates Reeses, esos rellenos de mantequilla de maní, que después aparecieron en diferentes modalidades.
El producto era relativamente nuevo en el mercado, cuando en 1982 Mars, dueña de los M&M, rechazó la propuesta de Spielberg de ser los chocolates utilizados como puente entre ET y su nuevo amigo Elliot.
A falta de M&M’s buenos fueron los Reeses, y así como así la película fue una de las más taquilleras, y la venta de los chocolates se disparó como un cohete. El caso es uno de los más famosos en algo que tiene nombre y apellido: se llama publicidad por emplazamiento (product placement), y ha sido mucho el cineasta que ha redondeado su presupuesto de producción con este artilugio.
El cuento viene desde lejos. Los jabones Sunlight aparecían en los films de 1896 en los films de los hermanos Lumière.
De la publicidad por emplazamiento hay millones de ejemplos, y se cuenta por billones de dólares la inversión anual.
Yo cada vez que veo a alguien en una película escribiendo en una Mac, como ésta desde donde estoy escribiendo ahora, me siento como en mi casa, igual que cuando aparece una lata de Coca-Cola. Ambos también son ejemplos de publicidad por emplazamiento.
Tampoco es que sea un tiro al piso. A James Bond lo pusieron a tomar Heineken en Skyfall (2012), pero el súbito cambio de bebida no convenció a nadie. La asociación del personaje era definitivamente Martini con vodka, y punto final.
No quiero referirme tanto a casos de marketing, como a nuestra identificación como espectadores. Cuando vemos una película que se desarrolla en un lugar que hayamos visitado, ¿no se siente una cierta complicidad? Recuerdo que me tocó ver en 2012 Un cuento chino en Buenos Aires. Fue indescriptible, realidad y ficción complementadas por las caricaturas de Quino “sueltas por la calle”.
Y eso mismo nos pasa con ropa, calles, objetos, carros, relojes. La lista es interminable. Hay una sensación de “somos lo mismo” que, sea o no publicidad por emplazamiento, definitivamente nos integra a las tramas de una manera especial.
En Brasil la gente se ríe en el cine cada vez que alguien en problemas habla de fugarse para allá.
Y cuál no sería mi sorpresa, la más conmovedora de todas, que en la tienda de Méliès de “La invención de Hugo Cabret”, dirigida en 1982 por Martin Scorsese, había dos caballitos de palo iguales a uno que sobrevivió la infancia de Cecilia. Somos una sola cosa….