Regresé de mi viaje de fin de año una madrugada gélida del mes de enero; 2:00 am, -25 grados centígrados, toneladas de nieve.
Un verdadero contraste para mi sistema.
Al abrir la puerta de mi casa, respiré aliviada, todo en orden.
Prendí una lucecita, me deshice de las maletas, abrigo y cartera, desesperada de darme un baño y después irme a “misa” (mi sabrosa cama, parafraseando a mi sobrino catalán).
Los días de viaje son aturdidores, la multitud, turbinas, micrófonos; trauma acústico, como diría mi padre otorrino.
La paz de mi hogar fue mi mejor bienvenida.
Me senté un rato a darme ese tan deseado baño, pero de silencio.
El bullicio del mundo cesó por un brevísimo instante.
De pronto, un sonido inusual en mi casa, al menos uno del cual no me percato a menudo. Un tímido y cadencioso, tic tac, tic tac, tic tac…
El persistente tintineo, por llamarlo de alguna manera, procedía de mi reloj de pared.
Traté de ignorarlo, pero de pronto me pareció más aturdidor que todos los ruidos de mi día juntos.
Subí a mi cuarto y cerré la puerta.
Ya mañana me ocuparía del irritante reloj.
El más ensordecedor de los silencios, el implacable, como dice una canción.
El tiempo.
Tic tac, tic tac…