Juan dirigió hasta su casa en silencio, mientras su mujer suspiraba. La vecina de Mario la había pillado. En el velorio la reconoció como frecuentadora solitaria del apartamento de Mario, intuyendo que sería su amante y por eso el desplante de darle su pésame.
Juan estaba en un callejón sin salida. Su vida social estaría acabada si su mujer cayese en el chismerío. Ya no le importaba tanto si ella tuviera o no una coartada.
Al llegar a su casa ella se fue a dormir mientras que él se quedó en el sofá. Se sirvió una buena dosis de güisqui, y a pensar. ¿En qué? La mueca de Mario le acompañaba para donde mirase, hasta con los ojos cerrados. Lo extrañaba, después de todo, Mario había sido su mejor amigo.
Si pudiera aconsejarse con él, ¿qué le diría Mario? Seguro que le echaría a culpa a sí, a Juan. Así era Mario de narciso, pero ese era su atractivo. Tenía una fuerza Odiseica, no había límites que él no se propusiera superar. Por eso lo traicionó. Se justificaría y Juan tendría que chuparse el dedo. Merecía el fin que tuvo.
Y ella, ¿qué diría si con ella pudiera confesarse? Tal vez algo parecido a lo que escucharía de Mario: que se había entregado a Mario porque se había cansado de ser su esposa. El hastío había socavado el amor. Culpa suya el haberse tornado el marido insulso. Peor, como ella no le amaba ya, al estrangular a Mario le había quitado su propia vida. Lo denunciaría a Juan a la policía si él se confesase con ella.
Juan lo había perdido todo, su mujer ya era de otro, del que había sido su mejor amigo, y que ya no podría defraudarla. El fraude era él, a menos que tomarse una actitud, en eso estaba mientras miraba el fondo del vaso vacío.