Me miró con sus profundos ojos verdes. No entendía por qué quería hablar tanto. Si es tan sencillo andar a cuatro patas, querer sin complicarse la vida. Pensaba que como yo también las tenía, éramos iguales. Nunca entendió el porqué de ese empeño mío en sentarme sobre las dos de atrás para cargarlo y arrullarlo, cuando había tanto que oler, perseguir, saltar.
“Este mundo que te ofrezco -me dijo – puede durar siempre”. Le fui detrás, me senté a su lado en lo alto de la escalera e intenté ser como quería mientras me miraba pensando si me iba a decidir por fin a vivir así, oliendo, cazando , oyendo el universo .Bajé la cabeza, olfateé las baldosas, vi un insecto que pasaba cerca, sentí como el aire se rasga cuando saltas, la vibración que se siente en lo profundo cuando cazas y compartes la presa. Creyó por un momento que iba a aceptar transformarme. Era maravilloso, pero imposible.
Me miró sin comprender cuando me levanté y lo dejé solo. Aún siento su decepción y su desesperanza al darse cuenta de que nunca podríamos saltar juntos, cazar, correr como si todo fuera nuevo. Que ni lo había intentado.
Y entonces me convertí para él, adolorido, en persona. En gente, esos otros animales extraños, amables y lejanos que no entienden el mundo verdadero, que creen que cuidan, mientras que otros son los verdaderos guardianes, aquellos que mantienen a raya la luz, los sonidos, el viento y conocen todos los secretos, incluyendo el de cómo convertirlos en gatos.