En Moscú los vagones del metro, sobre todo los pertenecientes a una rama secundaria, se mueven con el traqueteo lento y adormecedor de tiempos pasados. Los carros de franja azul son de líneas redondeadas y largos asientos laterales de madera y piso de tablas. Allí la gente lee y casi siempre la carátula del libro está tapada con un forro. Sólo se delatan quienes hojean la primera página del Pravda (diario del Partido Comunista) bajo la mirada severa del camarada Lenin. Una fotografía que se repite a lo largo de los años como si no pasara el tiempo.
Pero siempre ocurre y ocurre cuando dejas atrás a la abarrotadada estación de Kievskaya, sus escaleras mecánicas lanzadas a las profundidades y los interminables pasadizos subterráneos donde circulan vendedores de pornografía y gitanas en búsqueda de cada día. Ahí es entonces cuando te invade la sensación de haber perdido el rumbo del traqueteanteo.
El trastorno se ve agudizado cuando un obrero con barba de varios días, frente surcada de arrugas simpáticas y gorra azul sonríe y muestra una hilera de dientes superiores tan brillantes como el oro. Así queda claro que el oro famoso de Moscú sí existe pero sobre todo en la dentadura de su gente. Un contrasentido porque Misha, que así se llama nuestro señor obrero, apenas le alcanza el sueldo que se gana en una fábrica de galletas.
Compensa, además, tal carencia, con servicios como el de la cesta de alimentos y el odontológico donde le advierten “muy bien camarada Goroslavski, le colocaremos sus incisivos de oro, pero sin anestesia sintiéndolo mucho, camarada Goroslavski”.