Un árbol de navidad deshilachado y una gata blanca durmiendo pacíficamente en su sillón después de haber cumplido su labor, resumen mis últimos días del año. Es como el árbol de la vida, con bolitas y lazos a medio ganchete, atacado por subespecies como el desorden, la muerte, el virus, el paso del tiempo. Reanimado por la alegría, que permanece tercamente instalada hasta que decida echarla.
Esa alegría es impepinable. Nadie quiere dejar de estar alegre a menos que quiera estar muerto. Y para eso se hace de todo. Se trata de viajar, aunque los vuelos se eliminen porque la tripulación se enfermó, o esté prohibido. Se compra de todo: juguetes, vino, comida, pasajes, ropa, gadgets de internet. Yo soy una. Veo noticias en todos los sites, escribo como ahora, juego pero pierdo.
Hay quien no puede comprar o disfrutar, pero imagina que lo hace. La imaginación es lo que queda a los que nos faltan cosas. Como los juguetes de plástico que me dejaban los Reyes Magos en la almohada cuando era niña . Yo juraba que venían especialmente porque me querían a mí. Adoraba hasta la escarcha que llenaba la almohada. Cómo hará de tiempo que eran de celuloide. Un día no vinieron más, pero para entonces me interesaba otro mundo.
El resultado es que por un tiempo compartimos (y no con las arañas, que todavía no me he anotado en esa clase de idiomas) con otras personas y planeamos estos días del primer mes de esta convención que llamamos año, para sentirnos bien.
Si lo logramos o no, es otra historia, por lo menos para mí y para la gente que como a mí le interesa contar .
Entonces hablamos ante otro público. Si tenemos mucha suerte y éxito ese público aumenta y se entusiasma ante lo que decimos. Seguimos vivos.