Son rellenitos y narizones, visten traje a rayas y gorros puntiagudos. Sus barbas son blancas y suaves.
Los bauticé Pepe, Paco y Luis. Son tres gnomos, se los tejí a mis nietos.
Aquí terminaría esta aburrida historia si no fuera por lo que pasó a continuación.
Al día siguiente de terminado mi proyecto, me pareció que los duendecillos no estaban donde los había dejado la noche anterior.
Juraría que los había dejado sobre la chimenea, y los conseguí en el dosel de la ventana.
Considerando que la pérdida de la memoria es el primero de los tres signos del envejecimiento y los otros dos se me olvidaron (chiste que nunca me olvido de repetir), pues pensé que me había equivocado.
También me pareció extraño que cuando me acerqué a verlos, me lucieron mejor terminados, sin las “perfectas imperfecciones” que caracterizan a mis manualidades. Pensé que, como siempre, me estaba subestimando y quizás estaba mejorando en el oficio.
En fin, aquel hubiese parecido un día cotidiano si no fuese porque noviembre, helado y sigiloso, se abalanzaba sobre mi alma, anunciando otro aniversario de la partida al cielo de mi gran amor.
Noviembre, el mes de mis melancolías; esas que he aprendido a honrar, pero que, como bien lo expresa el poeta Miguel Hernández, “tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler, me duele hasta el aliento”.
El caso es que, esa gélida noche, como para no retar a mi memoria, o la falta de ella, me llevé a Pepe, Paco y Luis a mi cuarto.
Amaneció noviembre.
Para mi tranquilidad, los duendecillos estaban exactamente donde los había dejado la noche anterior. Los saludé y para mi sorpresa, me respondieron en su peculiar idioma de sol, luna y estrellas.
“No estás sola. Eres visible. Eres amada”, me dijeron.
Lo más raro de esta historia, es que les creí.
Ya los gnomos tejidos llegaron a manos de sus adorables dueños, pero creo que los otros, los de verdad, se quedaron aquí, en mi casa, correteando de un puesto a otro, entregando sus cósmicos mensajes, haciendo travesuras.