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Turista a toda honra, por Áxel Capriles M.

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“Los jóvenes atravesaban el Canal de la Mancha en barcos de vela y luego continuaban por el continente europeo en coches particulares con sus caballos o carruajes de postas”

 Después de la gran expansión geográfica del Renacimiento, entre mediados del siglo XVII y mediados del siglo XVIII, el nuevo referente para los viajes fue el Grand Tour. Viajar se convirtió en la experiencia necesaria para culminar la educación y el refinamiento de las clases dominantes. El Grand Tour era una suerte de ritual iniciático que los jóvenes acaudalados tenían que atravesar antes de asumir los deberes y el liderazgo en sus países de origen. Fue una práctica común en Inglaterra, país que en esa época era la potencia más rica del mundo. El tour duraba, por lo general, entre uno y cinco años. Los jóvenes atravesaban el Canal de la Mancha en barcos de vela y luego continuaban por el continente europeo en coches particulares con sus caballos o carruajes de postas. En los Alpes, los carruajes los transportaban a lomo de mula y los jóvenes atravesaban las empinadas montañas caminando o en sillas de manos llevadas por porteadores. Existían guías locales y, por lo general, los jóvenes aristócratas eran acompañados por un tutor o guardián llamado Bear Leader.

 La ruta estaba bastante consolidada y establecida, seguía una pauta recurrente. Por lo general, se iniciaba con una prolongada estadía en París, pero, por encima de todo, su fin principal era Italia: Turín, Milán, Florencia, Venecia y, finalmente, el gran destino del viaje: Roma. En la vuelta atravesaban Austria, Alemania y los países Bajos. El viaje se concebía como un itinerario cultural. Su función era educativa y buscaba poner a los jóvenes en contacto directo con la tradición clásica, con la arquitectura, las obras de artes y la estética de la antigüedad. Nada mejor para leer y comprender a Cicerón o Tito Livio que pisar los lugares que ellos habían caminado. El tour era una introducción al cosmopolitismo, daba altura de mira, servía para perfeccionar el manejo de distintas lenguas, enseñaba los gustos refinados y los modales de la sociedad continental europea, pero era también una apertura a la experiencia en la que los jóvenes podían tener flirteos y relaciones no vinculantes con mujeres extranjeras. El viaje, después de meses o años, se convertía en una vivencia de inmersión total que transformaba la personalidad del individuo.

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Las guerras napoleónicas interrumpieron el flujo del Grand Tour y después de la batalla de Waterloo nació una sensibilidad absolutamente distinta sobre los viajes. A partir de 1820 los barcos de vapor empezaron a cruzar aceleradamente el Canal de la Mancha, las líneas ferroviarias se extendieron a lo largo y ancho de los más diversos territorios, los hospedajes se multiplicaron y nuevas invenciones financieras permitieron el cambio de divisas en los distintos países con relativa facilidad. Había nacido la era del turismo de masas. Thomas Cook popularizó los tours guiados, fáciles y baratos. En 1841 organizó la primera excursión en ferrocarril para 570 trabajadores desde Leicester hasta Loughborough y ya en 1861 llevaba grandes grupos de turistas a París. John Murray, en Inglaterra, y los hermanos Baedeker, en Alemania, inventaron las guías estandarizadas para las muchas personas que viajaban por su cuenta, con menos tiempo y sin contactos en los destinos.

En un mundo lleno de hordas de visitantes a los mismos lugares, en el que nada nuevo podía ser descubierto, surgió la necesidad de diferenciarse. Nació la distinción entre el viajero y el turista, palabras que desde su inicio destilaron un tono valorativo. A pesar de que la palabra turista provino del Grand Tour, aquel que había hecho el Tour, la diferenciación, en cierta forma, denostaba del turista como la persona que visita lugares comunes de manera masiva, limitada por la presión del tiempo. A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se popularizó el concepto de lo pintoresco como categoría estética, la observación de lugares especiales marcados por la singularidad, la originalidad o la rareza, algo distinto que merecía la pena representarse. El viajero, contrario al turista, tenía el tiempo de detenerse, buscaba lo excepcional, cambiaba la estadía según el ritmo de la propia aventura y tenía la capacidad, la sensibilidad para reaccionar hasta a los lugares más trillados con asombro y sentimiento. El lord Byron que todos llevamos dentro.

La masificación del turismo del siglo XIX es una nimiedad comparada con los tiempos actuales, cuando sólo en tráfico aeroportuario del 2023 se esperan 8.400 millones de pasajeros (muchos repiten sus vuelos). Ya no existe un solo lugar de la tierra que no haya sido visitado y fotografiado por millones de personas. Las selvas más densas, la isla más remota y aislada, la especie en extinción más peculiar, las alturas más inhóspitas y escarpadas, todas, han sido holladas y vistas. Todo ha sido tan visitado, la globalización ha uniformado de tal manera los lugares, que lo pintoresco dejó de ser una categoría estética. Y, aun así, a pesar de observar los espacios más lejanos rodeados de miles de congéneres, de degustar platos que todos ya probaron, continúa nuestra fascinación por la geografía y la experiencia del viaje no deja de ser individual. Desplazarnos al otro lugar mueve fibras hondas y desconocidas dentro de cada uno de nosotros. Un eco escondido del nomadismo que resuena como una voz tenue de la individualidad en el inmenso continente del inconsciente colectivo. Y a pesar de que la fantasía del explorador ya no tiene cabida, seguiremos siendo turistas a toda honra. El viaje nos llama como la más plena de nuestras experiencias.

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Axel Capriles
Ensayista, psicólogo y economista, es ante todo un crítico de la cultura. Diplomado por el C.G. Jung de Zúrich, su último libro es ‘Erotismo, vanidad, codicia y poder. Las pasiones en la vida contemporánea’, publicado por Turner.

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