La película casi comenzaba cuando de pronto la abuela, como de costumbre, me hizo el llamado de atención:
—Deja de usar la silla del abuelo, ¿no ves que está estropeada? Un día de éstos colapsará y recibirás un buen trancazo por tonto.
Desde luego, dejé sin efecto su recomendación.
Pasada una hora y antes de la persecución final, a la altura del interrogatorio que los detectives le hacen al muchacho, volví a expresar el mismo comentario: pero miren al Brad Pitt, ¡qué jovencito que se ve el condenado! ¿Quién lo diría?
Lo cierto es que odié a ese imbécil: ¿cómo se le ocurre meterse con Thelma?
Amo a Thelma, amo a Geena Davies. Desde que la vi en Beetlejuice (Tim Burton, 1988), he estado perdidamente enamorado de ella. A Susan, es decir, a Louise, también la amo, aunque no tanto como para volverme loco… Pero cuando se trata de Thelma, me da por mirar la película una y otra y otra vez…
Ahora se viene la parte cumbre: adelante, mis niñas encabezan la huida; detrás, un grupo de patrullas de la policía tragan polvo. De pronto, Louise, en un reflejo súbito, pisa a fondo el pedal del freno. El viejo descapotable bloquea las ruedas y se desliza varios metros hasta detenerse en el borde del mismísimo Gran Cañón. Ambas mujeres quedan perplejas: ¿de dónde diablos salió semejante agujero? Cuando al fin logran reponerse del susto, de la nada, o, mejor dicho, desde abajo, asciende un helicóptero que se ha unido a la cacería. Es el fin: deben entregarse antes de que los francotiradores estrenen sus nuevos juguetes.
En ese momento la abuela se atraviesa. Me quejo. Con inquietud le pido que por favor se aparte.
—Pero hijo, deja ya de balancearte que vas a terminar en el suelo como aguacate aplastado —dice mientras me hace entrega de un café que acaba de colar.
La taza arde.
El aroma que despide es tan dulce y delicado como las gotas de sudor que descienden por las mejillas de Thelma.
¿Será que todo acabó? ¿Terminarán sus días en la cárcel?
Claro que no, aún falta el desenlace, ¿acaso has olvidado cómo finaliza?, ¿para qué ha servido ver la película tantas veces?
A pesar de que en el interior del aparato que oscila en el aire hay un oficial apuntándoles, Louise mira hacia atrás y hace retroceder el auto hasta detenerlo a varios metros del borde del precipicio. No muy lejos de allí, en unos montículos rocosos, un grupo de francotiradores acarician los gatillos mientras esperan por una orden. Es entonces cuando Thelma suelta una frase contundente. ¿Estás segura? Pregunta Louise. Thelma baja la cabeza y asiente; y Louise, atónita por lo que acaba de ocurrir, sujeta el volante con furia y seguidamente pisa a fondo el acelerador.
El descapotable sale lanzado como un tigre tras la presa. En un instante el auto avanza sobre el leve espacio y se despide del borde para luego atravesar el vacío. Los perseguidores, sorprendidos, advierten una proverbial trayectoria parabólica que se proyecta en el aire hasta acabar en algún lugar del fondo del Gran Cañón.
No sé por qué les cuento esa escena en particular. Lo más seguro es que ya la hayan visto pues pertenece a uno de los clásicos del cine. Todo el mundo lo sabe.
Lo que ustedes no saben es que, en mi caso, el evento me produce ansiedad y mucho malestar. Cada vez que miro el auto transitar el vacío el cuerpo me tiembla y acabo por sufrir un ataque de zozobra. En efecto, dicha sensación es justamente lo que ahora siento. Para hacer el momento más encantador, la silla del abuelo ofrece el último crujido y sus partes se desparraman por el piso. El café, que apenas había probado, ha calcinado la piel de mi estómago.
—¿Por qué tuvo que terminar así? —me pregunto casi llorando.
Al rato, cuando el incendio en mi piel ha concluido, yo mismo me doy la respuesta:
—Era la única forma de recordarla por siempre.
Más adelante caigo en cuenta que los créditos han finalizado.
Ya va siendo hora de levantarme: debo arreglar este desastre.
Mientras lo intento, percibo unos sonidos ligeros e incesantes que arriban desde la cocina. Ha de ser la abuela quien, detrás de la puerta, hace un esfuerzo enorme por disimular sus carcajadas.
(*) Del libro: Trayectorias Descendentes.