No sé exactamente cuándo me di cuenta. Comenzó con una especie de hormigueo y la sensación de que algo me faltaba a la hora de salir del cine o al sentarme a comer o al observar a la gente a mi lado. Experimentaba una “soledad acompañada” paradójica y molesta. Y digo “acompañada” porque, aunque mi círculo de “amistades” no es el de un influencer de éxito, tampoco se parece al Desierto del Gobi.
No se trataba de un cambio climático de mis emociones. Tenía la liviandad de un goteo insoportable porque desconocía el grifo que fallaba.
Descifré el misterio cuando, haciendo caso a una recomendación, fui a ver la última película de un laureado director. Lo hice y salí exultante por la maravilla que acababa de disfrutar … y ahí lo descubrí.
Me faltaba la voz de Manolo.
En un ejercicio de desdoblamiento, imaginé lo que Manolo habría tardado en desmontar mi euforia cinéfila iluminando con su linterna laser cómo lo que hizo tal personaje no estaba justificado o cómo el director utilizó un recurso barato en tal situación o cómo la estructura se debilitaba en el tercer acto.
Resulta raro añorar a un aguafiestas, pero cosas más raras se han visto. Y si bien Manolo podía pincharme siempre los globos que con tanto esfuerzo yo inflaba, también es verdad que sus agujas estaban fundidas en la razón y la claridad. Si algo me sacaba de mis casillas era darle la razón a Manolo, sobre todo porque casi siempre la tenía.
Y en esa contradicción comencé a averiguar si alguien sabía algo de mi amigo, esperando y temiendo a la vez encontrarle: lejanos familiares, caseros, libreros conocidos y algún que otro amigo común ignoraban lo ocurrido y tampoco pareció importarles mucho. Pasaron dos semanas más y me comencé a asomar al acantilado de cómo sería vivir sin la honestidad de Manolo sobre mi hombro. Estaba seguro de que sobreviviría, sí, pero también habría perdido no solo un amigo sino un anclaje a tierra.
Me senté en el café que siempre frecuentábamos convertido en altar de mi ritual íntimo de despedida cuando sentí en mi hombro el peso de una mano. No era el camarero, era Manolo que, como si nada, se sentó frente a mí.
─ Hace tiempo que no nos vemos ─ dijo mientras, con una señal, pedía otro café.
─ ¿De verdad? ─ contesté soplando mi taza.
─ Tuve que viajar sin rumbo ni tiempo ─ suspiró ─. Buscaba algunas verdades… ¿me extrañaste?
Por supuesto que lo negué… y seguí mintiéndole tranquilamente.