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De niño, todos los sábados mi papá y yo íbamos a la casa de los abuelos. Papá llevaba una bolsa con artefactos de afeitar: una taza con una barra de crema de afeitar al fondo, una brocha, una afeitadora “clásica”, hojillas de doble filo y una botella de loción Old Spice.
Llegábamos a nuestro destino y mi abuela Ana María nos abría la puerta. Después de pedirle la bendición, nos dirigíamos al cuarto donde estaba el abuelo. El abuelo Rafael, quien fue un roble en su juventud, había quedado deshabilitado por una diabetes terrible y mal controlada. Había perdido sus piernas, la vista y la capacidad de afeitarse por sí mismo. Al entrar y después del saludo, me decía “mozo, busque el agua”. Como si nos hubiese estado escuchando, la abuela me esperaba con la ponchera de agua tibia en el pasillo mientras mi papá organizaba la afeitada. Y así empezaba este ritual que comenzaba con una toalla húmeda de esa agua tibia en la cara del abuelo, seguía con generación de la espuma del jabón de afeitar con la brocha para aplicársela al abuelo. Continuaba, en un silencio total, con el paso de la afeitadora por su rostro. El silencio era tan profundo que el sonido de la hojilla talando la barba del abuelo parecía escucharse. El silencio – y la afeitada- terminaban con delicadas bofetadas con la loción Old Spice. Para mí, observando desde un banquillo, parecía un evento épico.
Al concluir, salíamos hacia la cocina donde la abuela nos esperaba con unas arepas de maíz pilado por ella, una lata enorme de mantequilla y una montaña de queso duro rayado. Creo que así se deben sentir aquellos que llegan a casa al final de una batalla.
La verdad, por mucho tiempo no entendí por qué esos sábados me impactaron tanto y están tan fijos en mi memoria desde siempre. En estos días, mientras visitaba Medellín para participar como conferencista en una reunión de la Sociedad de Anestesiología de Antioquia, me di el gusto y el lujo de que me afeitaran en una barbería local. Mientras la hojilla rodaba por mi rostro, no pude dejar de traer ese recuerdo a mi mente, pero esta vez entendí por qué está tan arraigado en mí. Afeitar al abuelo era un servicio a un ser humano que ya no era capaz de hacerlo por sí mismo. Era una demostración de respeto a su rol de patriarca de la familia. Pero, por encima de todo, era un profundo acto de amor de mi padre hacia su padre. Me pregunto qué pensarían, sentirían y se dirían en silencio. Pero lo que sí sé es que era amor puro, tan puro como el amor contenido en las arepas de la abuela.