Me contaba una amiga brasileña que en el pueblo de su juventud las muchachas casaderas pasaban la semana cosiéndose el vestido que irían a lucir el domingo a la hora de la Misa, y después en la plaza frente a la iglesia.
La intención del vestido semanal no era tanta para lucirle a los eventuales pretendientes, sino a las otras muchachas, y, sobre todo, a las posibles suegras, que eran por último quienes les darían el visto bueno.
Se trataba del santo y seña con el que por generaciones la gente “bien” de su pueblo se reconocía, escogía y preservaba para las que venían atrás.
Resulta que ahora que tenemos una plaza virtual donde proyectarnos hacia donde nos parezca, continuamos presos a la misma noria, una noria ciberespacial, pero noria a final de cuentas.
En las redes, procuramos aparecer con nuestra mejor cara, la mejor sonrisa, el mejor paisaje, y claro, la ropa más bonita, y es por eso que muchas veces los perfiles de los sites de búsqueda amorosa o colocación profesional, desembocan en franca frustración cuando el encuentro pasa al plano real.
Parecería que si queremos agradar es indispensable que seamos bonitos, que nos vaya bien en la vida, que nuestros hijos sean lo máximo, y que a nuestro alrededor todo sea armonía y felicidad.
Recuerdo una vez que una amiga y yo salimos con lo que teníamos puesto a sacar de urgencia unas fotocopias para un trabajo de la universidad. Mientras esperábamos, me comentaba mitad broma, mitad verdad: “dígame si nos encontramos con el príncipe azul con esta facha. ¿Te imaginas?”
Un absurdo, porque ni éramos ni somos las mujeres más lindas del mundo, ni el príncipe azul existe después de todo.
De eso algunas nos damos cuenta más adelante, con las canas y los kilos que irremediablemente aparecen. Aún así, hasta el sol de hoy mi amiga insiste en pintarse el pelo, hacer dietas de campo de concentración y usar cuanta crema sale al mercado. ¿Y eso para quién? Pues para su príncipe azul desteñido, a quien le ha salido barriga y se tiene que andar con cuidado con el azúcar y la tensión.
¿Vale la pena tanto esfuerzo? A mí francamente siempre me dio flojera y sin embargo no puedo quejarme de mi suerte.