Benedictino Daboin había salido de Monay a los quince años. Nadie en Oslo sabía dónde quedaba Monay y mucho menos la calle de los cañaverales. Benedictino entra a Monay y una leve opresión en el pecho es inevitable. Han transcurrido sesenta y nueve años desde que una mañana lluviosa saliera rumbo a Maracaibo y de ahí más nunca pisar Venezuela.
Piensa que ya todos han muerto, le da miedo que esa mezcla de noruego e inglés que ha hablado los últimos sesenta años no le permita hablar bien en español. Ni siquiera sabe a qué ha venido. En tres días estará a miles de kilómetros de su Monay.
Al pasar por una vieja bodega escucha una voz en la radio y le llega un temblor. El locutor engolado pregunta a su interlocutor: “Bueno, Don Orestes, díganos algo que recuerde del Monay de ayer”. Y el anciano responde con evocadora dulzura: “la voz de mi amigo Benedictino Daboin cantando Noche de Ronda.