Hubo un tiempo en que la escuela y la educación eran asuntos sencillos: Estudiabas o no, aprendías o no, y aprobabas o no. Pero la entropía, presente en todos los fenómenos humanos, convirtió a la escuela en un campo minado para todos aquellos que sospechen que lo simple suele ser bueno y no tengan en cuenta que un vago tiene razones de peso para serlo y que, más que un reprobado, merece una palmada de consuelo en el hombro y una medalla al “cero esfuerzo”, no vaya a ser que un trauma o una hernia…
En aquellos tiempos, me aprendí de memoria, (horrores de la época), las provincias españolas y sus capitales. Lo hice con tal ahínco, que a mi pobre madre le bastaba pronunciar la primera sílaba para que yo le disparara la respuesta correcta: Nava… ¡Pamplona!… La Rio… ¡Logroño!… Vizc… ¡Bilbao!. Por eso, cuando la maestra me llamó a la pizarra donde colgaba el mapa con la piel de toro yo iba más orgulloso que el capitán del Titanic antes de soltar amarras. La seño comenzó a pronunciar: “Orense…” (me reí por dentro, esa era de las fáciles porque provincia y capital se llaman igual ¡Orense!)… pero el iceberg avanzaba implacable sobre mí mientras la seño completaba la pregunta… ¿Cuál es la capital y señálala en el mapa?
Rasgadura del lado de estribor y bajo la línea de flotación.
¿Cómo que señálala en el mapa?… y yo miraba y miraba el mapa buscando Orense sin encontrarlo. Y la seño apurando con la mirada y yo callando y callando hasta que me devolvieron a mi puesto… Capitán ahogado, capitán silencioso.
Por supuesto que en aquellos momentos no estaba yo como para comprender lo que había ocurrido. Simplemente me quedé con el “Orense” atravesado en la garganta y una sensación de ridículo parecida a la de un león que saliera en el circo romano y se acostara en el suelo a mirarse las garras. Pero, en perspectiva, me doy cuenta de que la mayoría de las veces sólo sé parte de las respuestas a las preguntas que la vida pone delante de mí igual que sabía un nombre, pero no podía ubicarlo en un mapa.
Y en todas esas ocasiones está la duda de “Callar o no callar”. ¿Me callo porque no sé todo o no me callo e invento lo que no sé?
Años más tarde, tuve un profesor de Matemática que habló de logaritmos de los números negativos y cuando Patiño, el genio de la clase, lo enfrentó a la incontestable verdad de que los números negativos NO TIENEN logaritmo, no perdió un ápice de aplomo y con la cara muy de frente y en tono de revelación de los secretos de Lourdes nos informó que sí lo tenían, pero que nosotros no podíamos saber cómo….
Autoritas dixit. El recuerdo de esta barbaridad es lo único que nos quedó a todos de aquel profesor.
Obviamente el profesor había elegido el platillo de la balanza opuesto al que yo elegí. Sin embargo, creo que ambos naufragamos. Tenía que haber otra opción.
Y la hay. El profesor pudo admitir que se había equivocado y yo podía decirle a la seño la verdad: “Es Orense y no sé dónde está”. Más allá de mi calificación en Geografía, mi honestidad habría sido sobresaliente. Me callé entonces por vergüenza a no saber todo y ninguna escuela ni de antes ni de ahora enseña a perder el miedo a la verdad cuando es lo único a lo que deberíamos tener amor, cosa que ya dijo Aristóteles, pero como todos sabemos, Aristóteles vivía en otro mundo: un mundo en el que hay que callar cuando no se tiene nada que decir y dejar de callar tan solo para decir lo que se sabe. Algo demasiado sencillo para nuestros tiempos.