Aquí en el Brasil, la telefonía durante mucho tiempo perteneció al Estado. Era un servicio entonces escaso, y quien tenía una línea tenía que declararla en el Impuesto a la Renta, como si fuera un bien valioso.
Cuando nos casamos, mi esposa y yo, entre otras cosas, compramos un teléfono anunciado en los clasificados (había gente que especulaba comprando y vendiendo líneas).
Hasta ahí todo bien, resuelto nuestro problema de comunicación. El verdadero problema se producía invariablemente al anochecer: la maldita cosa no dejaba de sonar. Terminamos descubriendo que anteriormente había pertenecido a un burdel. Había una mujer llamada Vânia que era la más buscada, Dios sabe cuál sería su especialidad.
Nosotros, al principio de la vida, con todas esas dificultades… hasta nos dieron ganas de aprovechar la oportunidad y montar un negocio (antes de casarme había tenido una buena experiencia en el campo, pero, digamos, mi experiencia estaba toda centrada en el otro lado del mostrador).
El dispositivo tardó unos buenos seis meses en silenciarse, pero a veces, durante mucho tiempo, en medio de la noche, una voz solitaria clamaba por Vânia.
¡La gran Vanya!