Llevo varios días pensando en que somos muy injustos con la gente que envejece, vale decir, con nosotros mismos.
Nos miramos con pena y no nos damos cuenta de que cada momento de vida en realidad forma parte del proceso evolutivo, que empieza con el parto y termina cuando nos morimos, y para el cual no hay excepción.
La injusticia a la que me refiero es que no nos cansamos de aplaudir los esfuerzos de quien acaba de nacer, y en cambio apretamos la boca, por decir lo menos, con los esfuerzos de la gente que, como los aviones, inicia su descenso a tierra.
“¿Viste qué belleza de rosquitas?”, se comenta la gente admirada del bebé a los pocos meses de vida. En cambio, nadie habla de qué bella la barriguita que le ha salido a quien pasa de los cuarenta.
Lo mismo pasa con quien elogia los primeros pasitos de un niño pequeño y no los esfuerzos que hacen los más mayores por continuar su cada vez más ardua locomoción, eso por no hablar de las primeras palabras que se aprenden y no de las primeras palabras que se nos olvidan.
Los que vivimos ese proceso nos vemos presionados a disimular que lo vivimos. Por eso nos pintamos el pelo, hacemos dietas dignas de náufrago y pagamos fortunas en plásticas y reposiciones, todo esto aun cuando de antemano sabemos que envejecer es irrevocable y que debería ser más bien motivo de celebración. Algo así como: “¿Viste las arrugas que tiene? ¡Así se habrá reído en la vida!” O “¡qué bella su jorobita! Pero a que no lo han oído nunca, voy…
Muchos años atrás, a lo mejor se los conté, pero ya no recuerdo, cuando me salieron las primeras canas, le pregunté a mi peluquero de entonces que qué podía hacer.
“Pues las asumes”, fue su respuesta. “Buena idea”, pensé, y dicho y hecho.
No nos acordamos mucho porque éramos pequeños, pero crecer duele, tanto como ahora duele envejecer. Eso sí, sin ánimos masoquistas, estoy convencida de que podrá doler, pero es divertido, porque a diferencia de lo que pasa con la niñez, mano a mano con la vejez viene lo vivido. ¡Y que nos quiten lo bailado!