Gente que Cuenta

La fiebre del araguaney, por Victorino Muñoz

Araguaney Atril press
Araguaney,
foto Migdalia Muñoz

El valle
incendia yerbas ásperas
en medio de los ojos
deslumbrados
en el amarillo solar
del araguaney.

Vicente Gerbasi

Todos los años, más o menos por estas fechas, uno puede ver un espectáculo, yo diría que un doble espectáculo. Se trata, por una parte, del emblemático árbol nacional: el araguaney. O debería decir los araguaneyes, porque son incontables los que se muestran en todo su esplendor, a lo largo de los caminos, avenidas, carreteras, plazas, parques, jardines y hasta montañas, engalanando el paisaje.

El otro espectáculo son las personas que de pronto recuerdan, gracias a los araguaneyes en flor, que existen los árboles, que existen las plantas, y que son hermosos. Y entonces se vuelcan a las calles, armados de cámaras o de teléfonos con cámara, en una verdadera fiebre, que recuerda a la de los buscadores de oro.

Y no es para menos: todos quieren capturar, en una toma, algo de esa efímera belleza, posando y haciendo posar a los suyos debajo de las doradas copas. Se nota que hay deseo, hay urgencia en la mirada; porque el espectáculo es inolvidable, inenarrable acaso, pero dura poco tiempo.

Incluso, nunca falta el que se acuesta en el piso, alfombra tupida de destellos áureos, y quiere aprovechar los últimos instantes en que brillarán los rubios pétalos. Locura colectiva y momentánea, pero no por ello menos hermosa.

Hoy pasamos ante unos que brillan, en todo su esplendor amarillo, como si fueran unos soles a los que de pronto les hubieran brotado ramas. Luego no estarán igual: los que hoy deslumbraron nuestros ojos, lucirán apagados, sin hojas, sobre todo sin flores, solo unas ramas resecas y poco vistosas.

La fiebre se les pasa, se nos pasa. Y mañana miraremos indiferentes esas escuálidas plantas, que ayer no podíamos ignorar. Es el araguaney también una metáfora del enamoramiento. Y algunas veces dura tanto, o tan poco, como el otro. En fin.

Dicen que hay una especie parecida al araguaney. Yo no sé distinguir la diferencia. Y creo que mucha gente tampoco. Y acaso no importa. Sin preocupación por taxonomías ni por nombres, simplemente queremos extasiarnos y quedar deslumbrados ante el amarillo solar del araguaney.

Cada quien con sus plantas y sus temporadas: Japón y Europa con sus cerezos, México con sus jacarandas, habrá otros con sus buganvillas o buganvilias. Y nosotros con nuestra fiebre del araguaney. Que viva el árbol nacional.

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Victorino Muñoz
valenciano, autor de “Olímpicos e integrados”, ganador del Concurso de Narrativa Salvador Garmendia del año 2012 y “Página Roja”, publicado en la colección Orlando Araujo en el año 2017.
rvictorino27@hotmail.com
Twitter:@soyvictorinox
Foto Geczain Tovar

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