El valle
incendia yerbas ásperas
en medio de los ojos
deslumbrados
en el amarillo solar
del araguaney.
Vicente Gerbasi
Todos los años, más o menos por estas fechas, uno puede ver un espectáculo, yo diría que un doble espectáculo. Se trata, por una parte, del emblemático árbol nacional: el araguaney. O debería decir los araguaneyes, porque son incontables los que se muestran en todo su esplendor, a lo largo de los caminos, avenidas, carreteras, plazas, parques, jardines y hasta montañas, engalanando el paisaje.
El otro espectáculo son las personas que de pronto recuerdan, gracias a los araguaneyes en flor, que existen los árboles, que existen las plantas, y que son hermosos. Y entonces se vuelcan a las calles, armados de cámaras o de teléfonos con cámara, en una verdadera fiebre, que recuerda a la de los buscadores de oro.
Y no es para menos: todos quieren capturar, en una toma, algo de esa efímera belleza, posando y haciendo posar a los suyos debajo de las doradas copas. Se nota que hay deseo, hay urgencia en la mirada; porque el espectáculo es inolvidable, inenarrable acaso, pero dura poco tiempo.
Incluso, nunca falta el que se acuesta en el piso, alfombra tupida de destellos áureos, y quiere aprovechar los últimos instantes en que brillarán los rubios pétalos. Locura colectiva y momentánea, pero no por ello menos hermosa.
Hoy pasamos ante unos que brillan, en todo su esplendor amarillo, como si fueran unos soles a los que de pronto les hubieran brotado ramas. Luego no estarán igual: los que hoy deslumbraron nuestros ojos, lucirán apagados, sin hojas, sobre todo sin flores, solo unas ramas resecas y poco vistosas.
La fiebre se les pasa, se nos pasa. Y mañana miraremos indiferentes esas escuálidas plantas, que ayer no podíamos ignorar. Es el araguaney también una metáfora del enamoramiento. Y algunas veces dura tanto, o tan poco, como el otro. En fin.
Dicen que hay una especie parecida al araguaney. Yo no sé distinguir la diferencia. Y creo que mucha gente tampoco. Y acaso no importa. Sin preocupación por taxonomías ni por nombres, simplemente queremos extasiarnos y quedar deslumbrados ante el amarillo solar del araguaney.
Cada quien con sus plantas y sus temporadas: Japón y Europa con sus cerezos, México con sus jacarandas, habrá otros con sus buganvillas o buganvilias. Y nosotros con nuestra fiebre del araguaney. Que viva el árbol nacional.