Cuando estaba a punto de cumplir setenta años, ocurrió aquello que fue como fin de mundo en todo el litoral guaireño: un mes lloviendo sin parar; días y días con el aire lleno de agua, cortinas de lluvia, ni un sólo pájaro pudo volar más, las mariposas se metieron quién sabe debajo de qué conchas. Era el aguacero más mojado que había visto en su vida.
Miraba los goterones y los chorros de agua que se formaban por todas partes y lo único que se repetía como una letanía en su mente era que estaba solo y cumplir tantos años sin compañía no ameritaba festejos por ningún lado.
Desde su casa veía el mar, que erizaba el lomo enfurecido bajo la paliza que le estaban dando el viento y la tormenta; adivinó más que vio, la espuma llegando a las aceras, subiéndose a la calle. Las paredes filtraban ya la humedad hacia los cuartos.
Escuchó el gato rasguñando algo y de repente estalló aquel rugido espantoso, como truenos que venían desde el fondo de la tierra. Fue cuando comenzaron a verse unas olas gigantescas brotando de la montaña y arrastrando avalanchas de piedras y de barro. Después de eso únicamente recuerda unos brazos de goma roja, unos cascos de bomberos, una gente llevándoselo de allí, empatucado de barro y con los ojos clavados en el cielo, que no se veía, porque sencillamente no estaba en su sitio.
Después de eso lo ubicaron en un lugar lejos del mar y de las playas. En pleno llano. Aquel paisaje lo abrumaba; quería caminar y salir de tanta inmensidad sin cerros.
La familia pensará que está muerto. La familia nueva no: la verdadera. Porque todos los seres humanos tienen una familia propia. Mira el mastranto empolvado, pisa una bosta seca y se acerca a la sombra de un pequeño samán. Se sienta a descansar un rato y le echa una mirada al horizonte: va a tener que caminar un año para salir de tanta lejanía.
Sólo piensa en el mar. Tiene que haber un mar al final del camino. Se va quedando dormido y sueña que se acerca a unas mesas que están debajo de unos cocoteros. El olor a pescado frito le hace sonreír. Agarra una silla, la rueda hacia acá y se sienta ante una mesa con gran alegría. El aire llanero comienza a oler a lluvia. Un trueno revienta y otro le sigue, en el mismo instante en que él se está acomodando para comerse una rueda de carite. Abre los ojos asustados y grita, en medio de la llanura, sin saber por qué: – ¡El gato! ¡el gato!