Lo mismo si son tres, cuatro u ocho. Invitar amigos a cenar siempre es todo un proyecto.
El señor de esta casa y yo ya tenemos las tareas definidas. Él se ocupa de la comida y yo de la mesa, porque lo contrario, sobre todo en mi caso, sería suicida.
En fin, cada uno asume sus tareas. Poner la mesa es un ritual sagrado. Sacar cubiertos, limpiar las copas con alcohol, refrescar la memoria de cómo es que se doblan las servilletas, a lo que se agrega que no falten las velas, los pica picas para cuando llegue la visita, en la cocina los platos del postre junto con la bandejita del café esperando su turno. Todo preparado y en su santo lugar.
Siempre es un placer, porque es muy rico eso de compartir la casa con amigos, sobre todo tomando en consideración que invariablemente el chef de esta casa se luce.
Y así como en una puesta en escena, se va cumpliendo el rito.
Una vez Alfredo invitó a una amiga que él quería que yo conociera, y le dimos luz verde al rito de recepción.
Las ocho de la noche y nada que aparecía. Las ocho y media, y tampoco. Por último la llamamos y nos dijo que era que se le había olvidado y que estaba cenando con sus hijos.
“¡No!” “¡Pero si tenemos todo listo! ¡No nos puedes hacer esto”!
Tanto insistimos, que más por cortesía que por ganas, terminó viniendo. Durante la cena habló horrores de la calidad del género masculino disponible: sinvergüenzas, mentirosos, inestables, fue más o menos la tónica.
EL señor de mi casa se ofreció a presentarle a un amigo muy querido que poco tiempo atrás se había divorciado, y terminó por hacerles el puente.
¿No ven que no sólo se conocieron, sino que llevan felizmente casados unos cuantos años?
Sin saberlo, hicimos de esa noche una despedida de soltera.
¡Todavía nos están dando las gracias!