Hace unas semanas, entró a trabajar en mi oficina Misty, una veinteañera pequeña, fibrosa y enérgica dispuesta a demostrarle a todo el mundo que el movimiento perpetuo es posible. Nada de lo que se le encarga le parece difícil ni le molesta; cuando llego a la oficina, ella ya tiene varias horas trabajando y me saluda abrazándome como si yo regresara de un safari y, cuando me voy, me despide con una sonrisa tan fresca como las verduras que se va comiendo al mediodía mientras corretea por los pasillos cumpliendo encargos de la redacción, de l...