Hay números que me ponen la piel de gallina y como era el día 7 preferí dejar lo que me había prometido para la mañana siguiente (menos mal que el mí-mismo pocas veces me queja de mis promesas). Garantizado: si no fuera por el día 7, por fin habría escrito esa carta que llevaba mucho tiempo queriendo enviar. Sí, una carta, de esas cartas certificadas, con acuse de recibo, que el cartero entrega cuando nadie las espera. Desistí de enviar correos electrónicos porque todos regresan con el mismo “correo electrónico no reconocido”. Sí, esta vez acomodaría una a una todas las palabras que dan color a mis ideas tal como son, y no como ciertos expertos que desafían nuestra paciencia con palabras disfrazadas o pintores de lienzos abstractos que nos dejan suspicaces, frente a idiotas estupefactos, junto a aquellos que con miradas barnizadas señalan con la nariz respingada el tamaño de nuestra ignorancia. Sí. Decir lo que tengo que decir. Reclamarle a los que se pueden reclamar. Quiero saber por qué el absurdo se ha apoderado de mi vida, como si fuera un compañero indispensable. No sé quién, pero alguien tiene que explicármelo. Tiene que haber una respuesta. ¿O el absurdo ya no es lo que era?