Comenzó a perder los paraguas en invierno. El agua corriendo por las calles le daba miedo, temía quedarse sin un zapato o sin los dos. Habría que ir al campo para recuperar los olores reconfortantes de la tierra cuando caen las primeras gotas.
Las calles invernales de Caracas hieden a mojadura de morgue. Tampoco el verano le traía complacencias. En verano, el calor le hacía picotear el mismo comentario de poca monta: “tengo la tensión mala”. Orinar ya no era un ejercicio natural y esquemático de corte militante. Pasaba más rato en el baño para no mojar los pantalones. Tenía que concentrarse porque de lo contrario corría el riesgo de salir con el pene asomado y caído como un pichón moribundo. En fin, se le olvidaban los nombres de algunas personas y también desaparecían los recuerdos menos queridos. Los de reciente data.
Debe haberse tomado un millón de tazas de café todos los días de la vida a las siete y media en punto. Se detenía en la esquina, antes de entrar al ministerio, pedía su café, echaba una pildorita de edulcorante, revolvía, bebía en tres tragos y avanzaba hacia la entrada principal. “Se fue el primer semestre”, pensó un día y se dio cuenta de que pronto le saldría la jubilación. Esperando la jubilación se convirtió en anciano. Eso ocurrió de lunes para martes.
Recibió la jubilación sin que hubiera algún homenaje, una despedida cálida: cualquier cosa. Solo se llevó de la oficina la fotografía que conservaba de su esposa y sus hijos. Cuando su esposa era una mujer rozagante, sus hijos eran unos adolescentes y no habían aparecido los nietos.
Los primeros días en que gastó horarios completos dentro de la casa, fueron un acontecimiento para él, porque su esposa andaba en otros mundos y no necesitaba renunciar a ninguno. Él tuvo que adaptarse a una nueva rutina, que no le interesaba para nada, con excepción de las horas que pasaba viendo televisión. Hasta que todo le aburría. Luego comenzó a sentir ganas de vomitar y pidió una cita médica. Detestaba los exámenes de laboratorio. A veces leía esos resultados y no los entendía, pero intuía que todo estaba bien porque no era hombre de alborotar triglicéridos y tonteras similares. Pero esta vez las malas noticias se aposentaron en el análisis. Tenía cáncer como cualquier hijo de vecino.