Ayer se detuvo en mi jardín un pájaro azul.
Y cuando esto sucede, lo tomo como un anuncio de buenos augurios.
Mi hija y yo corrimos a la ventana a admirarlo.
En toda su elegancia y majestad, el azulejo, un Blue Jay canadiense, se detuvo a beber agua de la fuente, mientras nosotras lo mirábamos, extasiadas.
En ese breve momento contemplativo, cruzó por mi mente la leyenda del Pájaro Azul.
Para quienes no la conozcan se las resumo:
Érase una vez un Marajá que vivía en un suntuoso palacio, rodeado de lujos y bellezas. Sin embargo, el Marajá se encontraba triste e insatisfecho, como si le faltara algo. (a esto lo llamo yo insatisfacción crónica, disculpen la nota al margen)
Un día llegó a palacio un sabio, quien le habló al Marajá de la existencia del Pájaro Azul. Un ave que daría la felicidad a quien la encontrara.
El Marajá vendió todos sus palacios, elefantes y lujos y se fue por el mundo a buscar el Pájaro Azul.
Pasaron los años y el Marajá se hizo anciano sin haber encontrado al elusivo azulejo.
Cansado, viejo y derrotado, regresó a su ciudad.
Los nuevos propietarios de su palacio lo recibieron con hospitalidad y le ofrecieron alojamiento en una humilde habitación en el sótano.
Aquella noche, el anciano escuchó un dulce trinar.
Allí estaba, resplandeciente, el añorado Pájaro Azul.
Siempre había estado allí.
No había que ir tan lejos para encontrarlo.
Como la felicidad.
Cuando regresé de mi ensoñación, el pájaro azul nos miró fijamente, como recordándonos su importante misión, para después volar.
Majestuosamente.