… y estaba el Señor Silva, los consejos del Señor Silva, las ridiculeces de un esclavo de la mediocridad, la nada en el todo de la vida del Señor Silva. La mujer de Silva, la profesora Ana Silva, estúpidamente pretenciosa, incurablemente vanidosa. “¿Qué quieres decir realmente con vanidad?” me preguntó el psicólogo, como si él no supiera lo que significa la vanidad, o como si yo no supiera. Como no respondí y permanecí en silencio por un rato, el tipo pensó arrancarme del mutismo en el que me encierro cada vez que alguien parece cuestionar mis ideas, insistiendo en la pregunta: “¿Qué quieres decir realmente con vanidad?” Empezó a molestarme. De hecho, desde el principio me cabreó. Apenas me vio me hizo un montón de preguntas tontas que me dejaron sin respuesta: si me irritaba con facilidad, si me llevaba bien con mi familia, si dormía bien, si tenía amigos y otras que ya no recuerdo. Hizo preguntas, pero no parecía querer escuchar la respuesta. Cuando empezaba a hablar de Silva que me debía sesenta y seis euros, o de la mujer que me menospreciaba, o incluso de mi juventud, deslizaba el pulgar por su smartphone y miraba disimuladamente por la ventana. Las primeras veces me quedé callado, luego pensé que era demasiado y le pregunté a quién le estaba enviando mensajes de texto. Como no me respondió, me levanté y le apreté el cuello. Solo más tarde vi que el tipo ya no respiraba.